Se acabaron las vacaciones. Lo que ha sido mi hogar es, de nuevo, una casa. Todavía resuenan en el pasillo las risas de mis hijos, y parece increíble que los objetos inánimes de sus habitaciones no vayan a cobrar vida de un momento a otro, en sus manos. Pero no: el teléfono permanecerá insonoro hasta el verano, cuando vuelvan, sólo interrumpido por la ya rutinaria llamada de otra empresa telefónica más; la nevera se llenará de alimentos razonables y parcos; la lavadora dejará de dar vueltas varias veces cada día. Y el silencio volverá a reinar en la casa, vacía de sus pasos por la escalera. Alguna lagrimilla se me ha de escapar, y eso que debería de estar acostumbrada, porque ya hace bastante tiempo que es así. Y como a ratitos me duele el corazón que se me parte, perpetuamente en mi mente llevo las palabras del poeta Khalil Gibran: que estos chicos, que llevé en mis entrañas, que parí y cuidé y eduqué con amor y desvelo, no son míos, no son sólo mis retoños, sino que pertenecen a la vida. Y que si he sido la arquera que –con mano eficiente– los ha lanzado al espacio, debo mantenerme fiel a mis principios de no criarlos en mis talones, sempiternamente in útero, para que les salgan alas y vuelen. Alto y lejos. Así lo hicieron mis padres con todos y cada uno de nosotros, y así aprendí a hacerlo yo.

A veces ha sido duro, porque he visto otras familias que se han resistido a desprenderse de su descendencia, rodeadas de sus hijos, día tras día, sábados, domingos y fiestas de guardar. Y les he envidiado, a momentos, ese roce. Pero las palabras del poeta me recuerdan que no puedo parar el desarrollo de mis crías, su madurez vital; que, por el contrario, he de ser generosa y no retenerlos emocionalmente; no debo intentar controlar sus vidas, no es justo chantajearles para que no me dejen. Y, al fin, esto es lo natural para mí, pues, si es verdad que mis hijos dan sentido a lo que soy, también es muy cierto que dejarlos partir ha puesto a prueba mi capacidad de renuncia y de adaptación, mi autoestima, y la fortaleza de mi relación de pareja. Y de todas esas lides, creo, he salido victoriosa. Y, al final, la madre de todas las pruebas es lo que ellos han aprendido, y lo que están aprendiendo, y lo mucho que yo puedo aprender de ellos. Porque me entusiasma, y me beneficia, que sean tan sabios, tan independientes, y que tengan tantas armas para enfrentarse a esta difícil vida que les toca vivir. Y me encantan las ganas que tienen, de cuando en cuando, de volver a casa, a que –de nuevo– les eche cañamoncillos en el nido y les mime, y les haga la vida más fácil de lo que la tienen por ahí. Aunque a veces, también, yo ya haya hecho mis planes, que los tengo y que gustosa deshago, por estar un ratito en su compañía. Y, no crean, soy consciente que la suerte está de mi lado: que mi vida está llena, y que he podido transmitirles a mis hijos el privilegio de conocer otras realidades más allá de nuestras fronteras, físicas y mentales, inmediatas. Sé que otros no pueden, o no saben, y, por tanto, veo también que he sido –al fin y a la postre– muy afortunada.

Pero a nadie cuento los ratitos en los que el dolor de su ausencia es físico, que es un vacío doloroso y punzante, y que prefiero no pasar por sus habitaciones por no verlas tan exánimes de ellos. Para mi coleto, digo, se quedan los momentos en los que necesito contarles algo que me preocupa y no puedo, o las veces en las que lo pasan mal y no estoy allí para ellos; para mí se quedan –en fin– los domingos en los que otras familias, más ortodoxas, se reúnen en torno a una mesa: padres, hijos abuelos, mientras que en casa sólo somos dos. Pero, tras esos momentos, en los que sé que no hago sino autocompadecerme estérilmente, enjugo mis lágrimas, me pongo a otra cosa, y agradezco a la vida el haber educado a seres tan autónomos y libres, que vuelven al nido por su propia voluntad, y que lo hacen llenos de vida, de amigos, de riqueza personal y de cosas que contar.