Como fenómeno astronómico, un eclipse no deja de ser un espectáculo en la gran pantalla, pero si llega sin previo aviso puede provocar una intensa experiencia. El caso es que el martes, por imperdonable desinformación, yo no sabía que tocaba eclipse. Al acercarse las nueve de la mañana llovía con intensidad, y el aire estaba enturbiado por el temporal, pero esto no podía explicar que hubiera tan poca luz en el ambiente. La sensación era que el día no arrancaba, como si el mecanismo infalible que mueve el ciclo de oscuridad y luz se hubiera atascado. La misma que debieron sentir los dinosaurios, al nublarse el cielo por el polvo levantado por el asteroide caído en Yucatán. Camino del trabajo me sentía partícipe de un suceso cósmico. Cuando tuve la explicación me sentí tan defraudado como el día que supe la verdad de los Reyes Magos: la desolación que deja todo misterio al resolverse.