Francisco García Pérez.Profesor de Literatura

Todavía me estoy partiendo de la risa al ver el éxito de lo que podría tomarse como una extraordinaria maniobra propagandística a favor del español, puesta en marcha por la Real Academia Española a propósito de la nueva ortografía. Es demasiado hermoso para ser cierto, pero imagínense a los académicos, pesarosos y mohínos ante el monumental ataque que desde los frentes televisivo y político está sufriendo nuestra lengua, urdiendo un plan que diese la campanada y reuniese a todos los españoles bajo un clamor común: «¡Que nos quitan la y griega! ¡Que nos raptan a la elle y a la che! ¡Que nos secuestran las tildes!» O sea, como el levantamiento del 2 de mayo, cuando los madrileños se alzaron contra el francés al grito de «¡Que se nos llevan a los infantes!»

Cualquier extranjero de paso por aquí en estas últimas semanas habría concluido que no hay pueblo tan preocupado por su idioma como el nuestro, pues no se hablaba de otra cosa. En el súper se indignaba una señora por que hubiesen suprimido dos letras del alfabeto; en el chigre, un parroquiano pedía otra pinta de vino para ahogar la tristeza que le embargaba al saber que la uve doble cambiaba de nombre; más allá, un grupo de adolescentes renegaba de Salvador Gutiérrez Ordóñez y toda la patulea de inmortales que había osado ordenar que se escribiese «exmarido», todo junto.

En una entrevista que al respecto me hizo un periódico, tomé todos esos presuntos cambios ortográficos un poco a broma, perplejo como estaba de que no se atendiese a una cosa evidente: esas modificaciones aún no habían entrado en vigor, la ortografía española oficial seguía siendo la de 1999, la nueva aún no se había promulgado, todo eran filtraciones, globos sonda, rumores. Nunca en mi vida tranquilicé a tantos compatriotas: que esperéis a ver, que todavía no hay nada definitivo, que es posible que no sea así, que calma, que ya hablaremos cuando salga.

Y, en efecto, llevaba un servidor razón. La Real Academia parece que solo hará recomendaciones de uso y que no castigará con la muerte a quienes acentúen ese «sólo», tal y como muchos afectaban temer. De modo que, en el muy improbable caso de que uno se vea en la obligación de escribir «aquel solo de flauta le impresionó tanto que sólo recuerda a aquél de entre todos los oídos en el concierto», ningún mal le sobrevendrá si tilda el adverbio y el pronombre, o si a la y griega la llama ye o la llama María Manuela.

Porque ¿de dónde viene tamaña y tan falsa preocupación? ¿Acaso nos desvivimos los españoles en internet, en los boletines oficiales, en las circulares de las empresas, en las notificaciones exigidas por la ley, en los anuncios callejeros, en los sms, en las felicitaciones de navidad, en muchos medios impresos, por usar rectamente nuestra lengua común? ¿A quién se quiere engañar, simulando desvelo por estas cosas, cuando la realidad atestigua que importan un pito, una higa, un pimiento, un bledo, salvo a cuatro como yo que, por ocuparnos de ellas, somos motejados de gramanazis y policías del idioma? Qué gran simulación, qué espectáculo (claro, de eso se trata): tantos y tantos poniéndose la venda de la protesta ortográfica antes de que la herida del cambio que nunca existió viese la luz, mientras la carnicería diaria y contumaz contra el español mana sangre a borbotones, o a vorvotones y quién sabe si a bhorvóthonesh.