Me enteré hace poco de que existía. Una es de Letras, y esas cosas de la neurobiología, de las interacciones moleculares en la mente, le son bastante ajenas. Pero nos lo contaba apasionadamente María Tymoczko, una traductóloga de la Universidad de Amherst ( Massachusetts), cuando trataba de explicarnos cómo el cerebro del traductor tiene que negociar el intríngulis de transponer el pensamiento de un lenguaje a otro. María, por cierto, ronda los sesenta y cinco, pero sus movimientos, sus maneras, la forma en que habla y el entusiasmo que tiene por lo suyo, le quitan años y años. Ella –inspirada en las investigaciones sobre la memoria del Nobel de Medicina Eric Kandel– hablaba de la existencia en el cerebro de una materia blanca –formada por los llamados axones– que hasta hace relativamente poco era considerada la hermana fea y tonta de su vecina, la materia gris, compuesta de las archiconocidas neuronas, y de sus primas, las dendritas. Aviso, esto no es lo mío y –ya me perdonarán– hablo sin rigor alguno, al tocar puramente de oído; pero es que, en el fondo y en la forma, soy una sentimental, y caí rendida, profundamente enamorada, del paradigma. Les cuento: las neuronas son, metafóricamente hablando, un ordenador, y los axones, sus cables, que deben su blancura a la mielina, el aislante que se asegura de que las conexiones del procesador funcionen correctamente.

Pues bien, parece ser que en nuestra lozanía andamos sobradísimos de materia gris: nuestras neuronas están nuevecitas, y al principio de la adolescencia llegan a su punto más álgido –asentándose y sedimentándose para no crecer más–. Pero las neuronas son alterables y caprichosas por demás, y una mala noche, una buena farra o, simplemente, la edad, les hacen huir, para no volver jamás. Al principio da igual, porque andamos sobrados, pero con los años comprobamos que la memoria tiene cráteres: que se nos olvidan los nombres de las cosas, de las películas que vimos (y hasta de sus actores, que tanto nos encantaban), los libros que leímos, las poesías que podíamos recitar de corrido, las canciones que nos sabíamos de memoria... Resumiendo, que dejamos de hablar todo seguido. Pero lo verdaderamente romántico del asunto está en que los axones sí se regeneran. Es más, la materia blanca medra precisamente de la actividad cerebral, y el ejercicio mental –perdonen la expresión– le pone sobremanera. «La experiencia es la madre de la ciencia», reza el dicho popular. Pues bueno, resulta que –como todos los refranes– sí tiene sentido, sí es verdad. Y la noción de una nueva ciencia de la mente que nos diga que podemos domesticar las terminales sinápticas para que reaccionen a los estímulos más rápidamente, que podemos desarrollar nuevas ideas a través del aprendizaje, la idea de, al fin, no morir cerebralmente es maravillosa, porque si bien es cierto que la edad nos despoja de neuronas, el cableado puede seguir funcionando a toda pastilla. Al disciplinar nuestro cerebro para que trabaje a mayor rendimiento con el estudio, con la disquisición, con la búsqueda intelectual, con la lectura, somos capaces de conectar mejor el conocimiento adquirido, de crear sinergias cognitivas, de desarrollar analogías, de –en suma– envejecer menos. Todos los otoños, a mí me encanta ver como los alumnos del Aula de Mayores inundan los pasillos de mi Facultad, dignos y entusiastas en su tarea de seguir buscando el aprendizaje. Y es que, si nos empeñamos, podemos llegar a ser como ellos, como la propia María Tymoczko: frescos de mente y plenos de ánimo.

Hay que estudiar, seguir estudiando, como si uno no se fuera a morir nunca, decía Virgilio. «Work long», fueron las últimas palabras de María, quien –aunque no evocaba al poeta latino– venía a decir lo mismo: trabajemos hasta tarde. Eso nos hará más sabios, y, quizá, hasta más bellos. Si no, ciertamente, de cuerpo, sí –parece ser– de espíritu.