Él hacía, hace siempre, las fotografías. Se llamaba, se llama, Gabriel Batán (El Tati). Antes, El Palmar; después Madrid, Cuatro Caminos, cerca de Quevedo; más tarde, Librería Yerba; ahora, otra vez la utopía.

Viajábamos en su 'dos caballos', y creíamos que aquel intermitente que se encendía junto al volante eran dos pezones rojiverdes inmensos. Desde entonces, desde aquel pegaso volador donde tomaba cuerpo su gris salpicadero, se ha cubierto un tiempo desde el desfiladero de nuestras vidas sin retorno, pero siempre en el camino de aquella inquebrantable manera de ser impecablemente libres. Por eso luchábamos. Era la poesía de nuestros años de invierno, de confiada ternura. Fue ayer, cuando salíamos en el Rocinante desbocado, brillando como luciérnagas, trillando el tiempo que era tan nuestro, convocados por Eros y por Tánatos también, saludando a la Cibeles desde dos caballos, montados en aquella nube de poesía sobre una carta mugrienta que heredamos de 'nuestro' tío Pedro.

Así, asomados entre extintores, becerros y jabalíes domesticados, maldiciendo lo escolástico, nutriéndonos en una extensión de flora endémica; sobre aquella nube, digo, de libertad no fingida, de lúcida prisa intestinal, a veces colérica, y, otras, ensayada por un cántico sin ira, tal vez por una desatada manada de versos incesantes, atávicos, inciertos. Así salíamos del túnel de la ignorancia a la que querían someternos diariamente. Pero no podían con nosotros. Éramos dos, ícaros en la noche alegre, subterráneos en el día sospechoso de tanta soledad acumulada, de tanta cadena de aire, de tanta voracidad enmarcada en la sequedad de una cultura líquida y absurda, volátil. Dos gritando en un paisaje de bruma.

Éramos así, conscientes de que sobrevivíamos entre lo absurdo y la audacia de unas hojas de humo, comprimidos en un consumo distinto, abismados ya a la ceniza, en una extrañeza temporal que no sabía nuestro idioma, cerca de una arena sin mar. Pero despiertos a vivir otra trinchera, otra luz sin luz, a montar aquel caballo de la vieja herida. En el trayecto del cielo donde Madrid se infecta de terciopelo rojo.

Y subimos así, animados por el ciclo de nuestra propia condición esquizofrénica, partidos por nuestra propia manera de sentirnos huidos sin más muro que el vegetal silencio de la espuma, pero siempre en la trinchera que nos defendía de la injusticia y la necedad. Pero nosotros, no, nosotros no vivimos ni viviremos en el olvido inútil, angostado en la herida de tantos años, sumido en otro instante que padecíamos o gozábamos.

Nosotros, no, porque nosotros tenemos esa semilla del gesto, esa geometría disidente, esa memoria insumisa de una fácil angustia. Nosotros, no, porque nosotros no hemos perdido el tiempo mirando un terco péndulo en la tarde. Y todavía en dos caballos, audacia y maravilla, seríamos dueños de un signo sobre aquel maldito concierto inocente, pentagrama cálido de nube.

Viajábamos en su 'dos caballos', gris espuma, y soñábamos. Aún lo hacemos, aunque sabemos que no siempre cualquier tiempo pasado fue mejor. No lo es. Sobre todo cuando la incertidumbre y la monotonía de aquellos tiempos han sido sustituidas por la raya de un tiempo que nos pisa los talones. Pero como antes, no. Siempre diremos que no, mientras podamos escaparnos de la rutina, salir de la pena enterrada y creer que aún aquello que nos dijeron ayer sobre la utopía sirve para hoy: "Sed realistas, pedid lo imposible".

Él hacía, hace siempre, las fotografías. Consigue que te veas una película sin que vayas al cine. Vive como un argonauta que buscara la nueva savia que nos acerque más. Es como un regante del afecto. Sabe y no lo dice demasiado. Prudente y generoso. Combatiente de la impertinencia, vive en la sentimentalidad de sus amigos como un tesoro inigualable. Los demás, sabemos, apenas si le llegamos a su talón de Aquiles, porque él sabe el misterio de León Felipe: "Qué más da ser rey que ir de puerta en puerta, qué va de miseria a miseria". Y además, no sólo lo recita, sino que se lo cree y no lo discute.