Puestos a recordar a gente conocida me quedo hoy con Juan Pedro Quiñonero, un personaje poliédrico del que poco se conoce en esta tierra murciana que es la suya, si tenemos en cuenta que nació en su día en Totana, que es hijo de la estanquera, como se le conocía popularmente, y también, que su padre -de indudable participación en el suceso- era un aguileño que se vio obligado siendo joven, cuando alboreaba el siglo y aumentaba la hambruna, a trasladar los bártulos a Barcelona, también a Francia, a diversos sitios para aplacar las necesidades. Políticamente comprometido con los anarquistas, estuvo retenido en el convento de las Agustinas, no como padre reverendo, sino como prisionero tras la Guerra Civil. Lo que nos habla de las angustias y dificultades de muchos españoles tras el cruel suceso.

Y todo esto lo supe después, porque en los finales de los años setenta, un servidor, que escribía un libro sobre los narradores murcianos, no quería, en su afán de decir solo verdades, estrechar lazos con los autores a los que analizaba en un libro independiente, poco sujeto a lazos afectivos cual suele ser frecuente en provincias, perdón, en comunidades autónomas. No pretendía entonar hagiografía literaria sino reflejar las verdades que encontrara en los textos, también las muchas mentiras puesto que había de combinar la realidad con la ficción. Y se me había dicho que Juan Pedro Quiñonero, del que había leído dos novelas y algunos ensayos, era hijo del médico, que había pasado poco tiempo en su ciudad natal, y que no había vuelto nunca jamás, extremos que forman parte de una falsa leyenda. La verdad no era esa. La verdad completa la ha narrado él mismo en una obra -Retrato del artista en el destierro- en donde ha dejado constancia de su compleja trayectoria que pasa por momentos de toda clase, pero siempre peleando con la palabra literaria o con el universo del arte, unas veces como crítico literario, otras veces como agudo periodista, guerreando en (o contra) el frente franquista en aquel Informaciones en el que mucho aprendimos lo que podía ser la transición política. Y al lado de un murciano, experto en temas literarios, poeta él, Martínez Corbalán que siempre le echó una mano en los momentos difíciles. Y, con las maletas prestas, se fue pronto por sus andurriales que podían ser americanos, ingleses hasta que recaló, como corresponsal de Abc, en París, lugar en donde sigue ejerciendo en el mismo oficio pero persiguiendo al mismo tiempo la huella de los escritores españoles que un día, bien sea por exilio, por trabajo o por afición, deambularon por aquella ciudad en donde confluyen todas las vanguardias, una inclinación que siempre ha estado afiliada a la escritura de Juan Pedro Quiñonero, lector apasionado de Gómez de la Serna, amigo de los ismos, de la transgresión, de todo aquello que derribe rincones comunes. Inventor de un país -llamado España- que no existe al que denomina Caína.

Y pasaron los años, incluso décadas, y hasta hubo día en que los destinos se unieron, primero por correo y luego de manera personal y nos conocimos de modo directo en esta Murcia de nuestros desvelos. Él, sorprendido, de verse incluido entre los narradores murcianos y yo, entonces editor, con la idea de introducir al hijo pródigo en el redil murciano, lo traje para que pronunciara conferencia en el Museo de Bellas Artes y en el Museo Gaya. Y le publiqué un libro en el que analizaba a Ramón Gaya, él que chorrea vena artística, él que no para de ver exposiciones y galerías de arte en esa ciudad que ha sido hasta fechas recientes el epicentro de la vida cultural de occidente. Habitando cerca del Louvre, viviendo fuera de su reducto, se preocupa Juan Pedro Quiñonero por la existencia de España porque, como lector barojiano, lleva un noventayocho en su cabeza. Para poder respirar con amplitud, Juan Pedro Quiñonero se ha creado un país llamado Caína que puede llevarnos a la envidia, al mal, pero también a la utopía en donde conviva la razón con la locura. Y sigue escribiendo continuamente crónicas en el diario que fuera de la familia Luca de Tena, trabaja para los medios diplomáticos, persiste en el ensayo y sigue con sus narraciones de monólogo interior, y sabe todo lo que pasa por el mundo y escribe, como habla, a velocidad súbita, atropellando las muchas ideas que salen de su inagotable magín. La última, El taller de la gracia en Renacimiento.

Hay un programa en todas las televisiones que se llama Españoles en el mundo, por supuesto otro de los murcianos en el mundo. A Juan Pedro Quiñonero todavía no lo han visitado porque poca gente sabe de su existencia, mucha menos de su enorme humanidad, de lo mucho que se interesa por los problemas de esta tierra murciana que es la suya. La vida de los escritores es lo último que puede interesar hoy en día en donde lo cultural suele estar confundido con el mero ocio, a veces con los sucesos. Juan Pedro Quiñonero podría contar lo que ha sido España -un país inexistente- desde que le nacieron la luz en Totana hasta hoy mismo cuando de manera insaciable se proyecta en la palabra y nos habla de la desertización de la cultura.