El otro día recibí una espeluznante llamada. Era un señor de voz grave que llamaba de parte de su jefe y que me recriminaba 'las groserías' de uno de mis últimos artículos. Debo reconocer que me cagué de miedo.

En un primer momento pensé que tenía la teléfono al Inquisidor Mayor del Reino. Yo ya me veía condenada por toda la eternidad a las llamas del fuego purificador. La voz de ultratumba de aquel hombre resonaba en mi mente como las desgarradoras sentencias a muerte de Bernardo Gui en El nombre de la rosa. "¡El apocalipsis va a llegaaaaaaaaarrrrrrrr!", me dije.

-Por favor, le ruego encarecidamente que le transmita mis más sinceras disculpas al 'eludido'.

Me arrepentí de mi herejía y me encomendé a San Macario, pero no conseguí enternecer el frío corazón de mi interlocutor. Aquel hombre no parecía un beatillo, actuaba más bien como un 'mafiosi' al estilo siciliano. Dicen que la mafia nunca olvida, lo vi en El Padrino, e imaginé entonces mi cadáver emparedado en uno de esos enormes puentes sicilianos que, según relatan los oriundos, esconden en su interior los cuerpos hormigonados de los delatores. Un escalofrío me recorrió la columna vertebral. ¡Vendetta!

-Vienes a mi casa, el día de la boda de mi hija... Jovencita, jovencita... ¿Qué he hecho para que me trates con tan poco respeto? ¡Ni siquiera me llamas Padrino! Verás, cuando uno de mis amigos se crea enemigos, yo los convierto en mis enemigos y entonces...

Creo que no llegó a decir eso exactamente, aunque a lo mejor se le parecía un poco. Decidí entonces utilizar la técnica que mejor suele funcionar en estos casos: hacerse el tonto y negar la mayor.

-¿Groserías? ¿Artículo? ¿A la puta calle? ¿Examen de próstata? ¿Académica Palanca? Le aseguro que no tengo ni la más remota idea de lo que me está hablando...

Pero todos mis esfuerzos eran inútiles. Aquel tipo me tenía acorralada. Por primera vez en mi vida fui consciente de la vulnerabilidad del periodista, de la gran mentira que esconde el derecho a la libertad de expresión y de lo sucio que puede llegar a jugar el poder cuando se siente amenazado.

Fue entonces cuando percibí que la voz grave de mi interlocutor había adquirido, casi sin darme cuenta, un tono tranquilo y apaciguador. En ese momento lo vi claro. No estaba tratando con un inquisidor, ni tampoco con un mafioso, no. ¡Tenía al teléfono a un auténtico susurrador de caballos recién llegado de la Pampa argentina!

Verán, el oficio de susurrador es uno de los más difíciles que existen en este mundo. Sólo unas pocas personas tienen la templanza y la mano izquierda necesarias para desempeñarlo. El susurrador suele ser un hombre guapo, de ojos azules y con unos cuantos años a sus espaldas. Quizá lo conocen, seguramente lo hayan visto por la tele... Amaestra potros salvajes valiéndose únicamente de su voz y sus encantos. Es todo un seductor de la doma capaz de hacer callar a la yegua más salvaje.

Pero para las que ya hayan mojado las bragas imaginándoselo con la camisa abierta y marcando paquete al estilo Pasión de Gavilanes, les diré que el susurrador profesional desempeña siempre su trabajo vestido con traje de chaqueta y corbata.

En concreto, el susurrador que tenía al teléfono era un auténtico especialista en la doma de esas jacas rabiosas que sueltan auténticos espumarajos por la boca. Conmigo, sin ir más lejos, utilizó la técnica de la doma racional, muy conocida en el mundillo de los susurradores.

-Tranquila, tranquila, potrilla... Voy a respetar tu forma de sentir y de pensar.

El tono de su voz era tan hipnótico que estuve a punto de pedirle que me pusiera la silla de montar y me arreara con la fusta. ¿Quién podría resistirse a esos susurros? Yo, desde luego, no. De hecho, estuve a punto de no escribir este artículo. Una lástima que al final me decidiera... Y es que los Torquemada nunca me han puesto cachonda.