Me acabo de enterar de la muerte de Miguel Payá por el lamento escrito y sentido por Chema Serrano en ente mismo periódico; tarde para acompañar a los suyos -su familia y sus amigos- en el trance de su pérdida. La página que le recuerda me ha abierto una herida enorme. Hacía tiempo que no lo veía; su cuñada Virginia me puso, hace algún tiempo, en la triste pista de su enfermedad. Miguel fue -y hablo en pasado porque no disfruté de él en los últimos tiempos... ya se sabe, cada uno en sus cosas, en sus asuntos- muy migo mío en los tiempos de la ilusión.

No podremos olvidar nunca a aquel grupo ahormado por el ímpetu de la libertad en los 80; estaba recién llegado del Altiplano cuando formé con él un equipo para la animación cultural de la aburrida Murcia hasta entonces; por esa razón, con él y con Miguel Massotti, me encontré celebrando el Día de la Bilocha; colocando cartelones por las paredes de la ciudad para que el personal se expresara libremente; con los 'hombres sandwich'; con otros inventos que nos aprobaba el liderazgo indiscutible de José Manuel Garrido. Desde entonces, desde sus principios profesionales, me he enorgullecido siempre de su amistad; porque era un amigo con todas las condiciones humanas que puedan adornar a un hombre bueno, cabal, responsable, afable, infinito en el cuidado de los afectos; los primeros, los de su casa; en una proyección que fue como el de su propia sombra, el de sus amigos, entre los que creo haberme contado.

La pérdida es tremenda para todos; por su oficio de ser humano memorable. No podremos olvidar los años que junto a la piña de aquella amistad, tomábamos juntos las uvas de la última noche del año en Zero, en la plaza de la Cruz, y entrábamos en el siguiente deseándonos encendida felicidad. Nunca hubiéramos pensado, entonces, que viviríamos momentos como este, tan triste y tan doloroso. Allí estábamos con él, con Marien -novios entonces-, José Manuel y Carmen Linares, Manolo Luna... Ricardo, Martín e Irene...

Han pasado los años justos para que empecemos a vestirnos de luto por fuera y por dentro, y la siniestra selección del destino ha empezado por uno de los mejores. Miguel lo era, sin aspavientos, sin soberbias, sin falsos adornos, con la grandeza de la sencillez.

De aquellas fechas callejeras en torno a la fiesta de la cultura, se pasó a los tiempos del Romea; y luego la experiencia de Sevilla que me resultó un tanto ajena. Y luego la vuelta, y a velocidad de vértigo, el final. Quizá cuando más falta les hacía a su mujer y a sus hijos, también a sus amigos. Siento su muerte como en mi propia carne; en la piel de mi juventud y la suya; sonando, sí, a poema de aquel otro Miguel tan luminoso, tan verdadero como el nuestro.

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