Pero de dónde ha salido este hombre y por qué grita tanto? ¿Quién le ha dado el poder? ¿Puede explicarme alguien por qué es más tonto que un cazo? La humanidad entera ha divagado infructuosamente sobre la figura del jefe, un personaje amado y odiado a partes iguales. Y me explico: amado, porque su sola presencia te recuerda que la gonorrea, al fin y al cabo, no es el peor mal que puede padecer una persona; y odiado, porque su existencia es la prueba irrefutable de que eres un auténtico pringado.

El jefe, más conocido popularmente como 'el inútil de mi jefe', 'el-tonto-del-nabo-ese-que-se-puede-ir-a-la-mierda' o el menos elegante 'vago cabrón de los cojones', es un personaje de dudosos orígenes que, cual chimpancé en celo, es incapaz de reprimir sus impulsos más primarios.

-¿Cuántas veces tengo que repetírtelo, eh? ¿Me estás oyendo? ¡Mírame cuando te hablo, joder! Es la última vez que te lo digo. Como mañana, pasado, o dentro de un mes, me vengas con la misma historia... ¡A la puta calle! ¿Me oyes? ¡A la puta calle...! Coño, Fran, es que no te enteras de nada, tío. ¿Cuántas veces tengo que repetirte que no me tutees a los clientes? Ostias, Fran, que está la tienda llena y yo ahora no me puedo parar a explicarte cosas tan básicas que tú ya deberías... ¡Joder, señora! ¿se puede saber qué mierda quiere? Sí, sí, enseguida le atiendo, usted descuide.

El jefe se rodea indefectiblemente de jefecillos, una de las especies más voraces de la naturaleza cuyas ansias por medrar en la empresa terminan arrasando todo el ecosistema circundante. Los jefecillos son necesarios, puesto que su ineptitud encumbra al jefe a la categoría de persona inteligente y hasta superdotada (intelectualmente, se entiende). Además, son fáciles de reconocer: aparecen en la empresa de la noche a la mañana, nadie sabe exactamente a qué se dedican -ni si quiera ellos mismos-, van siempre corriendo de un lado a otro como si tuvieran mucha prisa, hablan a gritos por el teléfono móvil y no pegan palo al agua. Por mera cuestión de supervivencia laboral, el empleado pringado debe tener siempre presente que todo lo que diga en presencia del jefecillo será utilizado en su contra.

-Quiero el listado de los proveedores y lo quiero para ayer, Fran. ¿Es que soy el único que trabaja en esta empresa? Y no me mires así. ¿Qué te crees, que no me ha contado Julián que ayer llegaste cinco minutos tarde? No me interrumpas, joder, que yo hice la mili y me conozco todas las formas de escaqueo posibles. No te quiero oír más. Que te explique Julián cómo tienes que hacerlo. Llámalo al móvil, que ya sabes que los miércoles por la tarde tiene cita con el médico. Háblale fuerte, porque en la consulta siempre tienen puesto el fútbol muy alto y a lo mejor el pobre no te escucha bien.

El pasatiempo favorito de todo jefe que se precie es imponer normas absurdas y dar nuevas órdenes que contradicen las anteriores.

-Mira, mañana, en cuanto llegues, enciendes los ordenadores y luego repasas los pedidos, por ese orden. Entérate bien de lo que te estoy diciendo, que como la cagues otra vez te levanto en peso: primero repasas los pedidos y después enciendes los ordenadores, por ese orden. ¿Qué coño estás mirando? ¿Es que no ves que está esto lleno de clientes? Anda, acércate al aparcamiento y me traes del coche la botella de coca-cola. Ostia puta Fran, que todo hay que decírtelo.

¿Cuáles son las verdaderas razones que llevan al jefe a hacer lo que hace? ¿por qué es tan tonto? ¿a qué huelen las nubes? Son los grandes enigmas de la humanidad. Como empleado pringado, quizá le consuele saber que su jefe es su jefe porque, además de ser el hijo del dueño, es masón, tiene un tío obispo, fue nombrado caballero cubierto en Jueves Santo, hizo la mili con Valcárcel y, aunque no terminó la Secundaria, su abuelo inventó el autogiro. Hasta aquí la descripción del jefe. La oda mejor la dejamos para otro día.