Periodos feroces y algunos días de tregua; los medios de comunicación, desde hace muchas décadas, nos traen los fuegos armados del Oriente Medio; odio y tensión a ambas orillas del Jordán, en esa geografía cristiana que es para muchos como terreno sagrado, como un paisaje convertido en devoción. Pronto, en un par de meses, volveremos a la feliz costumbre de la representación de la Historia Sagrada con las figuritas de barro y la estrella brillante iluminando el río de papel de plata, obviando otras armas distintas a las de la fe.

Judío y árabe, romano y palestino, helénico y evangélico, el Jordán marca parte del crecimiento espiritual del ser humano y es, al mismo tiempo, el río que desciende. Así le llaman los árabes: Scheri at el-Kebirech. No en vano baja 484 metros en un recorrido de 320 kilómetros.

El Jordán es un río de leyenda; de leyenda y de contrastes. Consulten ustedes un Atlas de la Biblia y observarán que todo hace de él un río único. De su cuna a su tumba recorre la singladura histórica más intensa y trascendental de la Humanidad. Nace a noventa metros sobre el nivel del mar y muere a 394 metros bajo el nivel del Mediterráneo. Da testimonio de su nacimiento en una caverna antiguamente dedicada al dios Pan y se aniquila mansamente en el mar de la Biblia... Este río es el río santo de Palestina. Pero es, ante y sobre todo, el río de la Cristiandad, el río del Evangelio, el río nazareno. En sus aguas, a unos ocho kilómetros de Jericó, Jesús recibió el bautismo de manos de Juan el Bautista

Con nuestros odios y nuestras cegueras, los seres humanos -fuimos barro antes que nada- hemos convertido el río Jordán en noticia frecuente de guerra, en sobresalto de teletipo. Parece olvidado que desde los primeros siglos de la nueva era, con los ojos puestos en el episodio evangélico, peregrinos de todo el mundo cristiano acudían al río santo para recibir el bautismo de sus aguas. Hay en el Jordán algo que está más allá de todas las sismologías humanas y más allá de todos los partes de guerra. De algún modo, por encima de las alambradas de la política y del odio, sigue sonando en nuestros oídos la voz que heraldó (no muy lejos del Jordán, en ese Belén o Beit-Lahn de los árabes, donde la humanidad cambió de rumbo y se hizo mayor de edad) las palabras inolvidables: "¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!".

El Jordán más que por países en conflicto sigue su curso, su itinerario físico, por la geografía sin mapas ni fronteras de nuestro mundo interior. Un paisaje de paz que por obra y gracia de los hombres hemos convertido en avispero. Pero la verdad sigue en pie: el Jordán, más que deslizarse por la geografía, se desliza por el espíritu.

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