En el segundo piso del Museo Van Gogh, un edificio gris situado en el barrio más cultural -en el sentido estricto de la palabra- de Amsterdam tuve una de las revelaciones más extrañas de mi vida. "Si Vincent Van Gogh hubiera nacido en Murcia, en vez de pintar girasoles, se habría decantado por los pasteles de carne", pensé tontamente. Me explico. Pero, antes, vayamos por pasos.

En Jarrón con quince girasoles el pintor holandés distribuye las flores en el espacio de forma arbitraria, a su antojo, buscando el contraste. En él, los girasoles parecen vivir su propia pesadilla, ya que se retuercen como serpientes. No se encuentran marchitas, sino atormentadas, apocadas, infelices. No retrata una naturaleza muerta, sino una naturaleza agonizante.

Febrero de 1888. Van Gogh llegó a la región francesa de Arles en tren, procedente de París. El pintor buscaba captar los matices de la suave luz del sur de Francia. Su sueño consistía en crear una comunidad de artistas que resolviera sus necesidades económicas, convenciendo, en un principio, a su colega Paul Gauguin. Pero sus distintas opiniones en materia artística acabaron por construir un muro entre ambos. Los rifirrafes entre Van Gogh y Gauguin alcanzan su punto más álgido en la que quizá sea su detalle más conocido -maldita sea el conocimiento mosaico-. El holandés, mentalmente inestable, decidió, días después de su llegada a Arles, cortarse una oreja con una cuchilla.

Julio de 1890. Van Gogh se dispara en el pecho llevando en el bolsillo derecho de su pantalón una carta inacabada para su hermano, Theo, marchante de arte. A falta de que la carta estuviera dirigida a una parisina, casada y con un marido metido a político, el último acto de Van Gogh representa a la perfección qué es el romanticismo. Este suicidio ilustra el mito del genio hipersensible superado por el fracaso. En 37 años y cuatro meses de vida, sólo logró vender un cuadro: La viña roja.

Volvamos al principio, porque hasta ahora no he aportado nada nuevo sobre la vida y obra del pintor holandés. Pero ¿por qué relacioné a Van Gogh con Murcia? ¿Y por qué sustituí en mi imaginación los girasoles por pasteles de carne? ¿Morriña gastronómica? ¿Por qué estuve en su momento tan seguro de que se habría decantado por retratar lo segundo? Por varios motivos, querido lector.

En primer lugar, porque creo, como una vez leí en una entrevista a Manuel Vázquez Montalbán, que "existe una relación directa entre comer, beber y amar". Según aseguró a Nativel Preciado el escritor catalán "especialmente la bebida conduce a la cama porque desinhibe y los esfínteres se abren en función del ambiente. La cantidad de veces que he tenido éxito en esos territorios ha sido por lo favorable del clima; me he atrevido a hacer propuestas que sin esa situación gastronómico-etílica hubieran sido impensables". Insuperable.

Pero mi argumentación va más allá de la cita literaria. Sin lugar a dudas, tres verbos dan sentido a nuestra vida: comer, beber y amar. O, escrito de manera ordenada: amar, beber y comer. Desde este simplón punto de vista, Holanda y España se encontrarían en las antípodas. Y no digamos Groot-Zundert -su localidad natal- de Murcia. En teoría, amamos, bebemos y comemos de manera diferente.

En Van Gogh, los girasoles ilustran su estado de ánimo. Es decir, su psicología. En este caso, son una serie de cuadros que pueden leerse como la clásica carta de despedida de los suicidas. Y los colores son resultado del sol -evidentemente- y la luz. La vida, a veces, es pura fotosíntesis. O pura digestión. Porque si Vincent Van Gogh hubiera visitado, por poner por caso, en el Rincón de Beniscornia, el sol y la luz hubieran trastornado su mirada. Entonces, la vista del río Segura habría reorientado su arte y, posiblemente, su estado de ánimo -quizá hacia la ansiada felicidad-.

Revivido como reviven las mustias plantas de mi oficina ciertos lunes, Van Gogh saldría a las calles de la Región dispuesto a amar, beber y comer a la murciana. Y, suponiendo que acabara merodeando alrededor de la plaza de las Flores, el genio mostraría interés por la joya de nuestra gastronomía: el pastel de carne. Disco dorado de finísimo hojaldre que, recién sacado del horno, se convierte en "un regalo para gente rica y apaño para la pobre", en palabras de José Martínez Tornel.

Con el estómago agradecido y cautivado por la luz de Murcia, Van Gogh estaría, en primer lugar, dispuesto a enamorarse. Y, en segundo término, a pintar pasteles de carne, en donde observaría cierta similitud con los girasoles. Las líneas fluidas, sinuosas y concéntricas de ambas figuras son innegables. Se trata de figuras redondeadas y apetecibles, evocadoras del sol y la naturaleza. Símbolos tanto del estado mental del artista como de la sociedad que le rodea.

Otra cosa distinta sería si el pintor devorara un pastel de carne recalentado, para más inri, recién salido del microondas. Porque un pastel de carne recalentado le hace desconfiar a uno de la gastronomía murciana, al igual que una femme fatale le hace desconfiar a uno de la feminidad al completo. En ese caso, quizá, tampoco salvaríamos la vida a Van Gogh, el genio frustrado. Pero esa es otra historia -por cierto, aún por escribir-.