Ring, ring, ring, ring. En alguna parte suena un teléfono. La gente de la calle echa mano de forma instintiva a sus bolsillos, consulta sus teléfonos móviles; al observar que la pantalla de sus pequeños contactos con el mundo permanece apagada, los vuelven a colocar a buen recaudo, en el bolsillo de la camisa, junto al corazón, para que cuando suene el último modelo en tecnología le transmita pulso al órgano de un amor casi en desuso; junto a los testículos, con la esperanza de que sus vibraciones despierten los espermatozoides que descansan en una especie de letargo abúlico; junto a los ovarios, en un perezoso intento de que se activen en su globosa blandura. Un viandante de caminar rápido orienta sus pabellones auditivos entre el ruido del tráfico, el sonido proviene de una cabina, ni tan siquiera se para, tiene prisa, pero no puede evitar sobresaltarse al ver la cabina de teléfonos, hacía años que no veía una, tal vez haya pasado cientos de veces al lado de alguna, pero ni tan siquiera se había dado cuenta, ¿quién demonios usará todavía las cabinas habiendo móviles?

Se pregunta, pero no se para a responderse; va hacia alguna parte con urgencia y la urgencia no espera respuestas, la urgencia sólo entiende de pasos acelerados hacia destinos inciertos. El viandante pasa y la cabina se queda.

Si la cabina también pudiera hacerse preguntas, se preguntaría porqué nadie se para a escucharla; si la cabina razonara, indagaría sobre los motivos que hacen que la gente de la calle no le dedique ni un solo instante, nadie descuelga su llamada; si la cabina sintiera, se pondría triste y frustrada de ver que ni un solo peatón se detiene para escuchar lo que tiene que decir; si fuera sensata no sonaría, ¿para qué?; si tuviera defectos, su principal sería la envidia, envidia de tener piernas o ruedas, lo que fuera daría por dejar de ser una sirena en tierra y transformarse en acción, en movimiento, en nómada. Le gustaría que alguien descolgara su teléfono, un teléfono convencional, un tanto ajado y pasado de moda, con cable, qué fastidio lo del cable, sin cable seguro que alguien la atendía, pero tiene que tener cable, el cable la hace sedentaria y quién quiere ser sedentario cuando ya no se cultiva, ahora se va al supermercado a hacer la recolecta de verduras, de pescado y de carne, ahora para poder comer hay que ser nómada e ir a adquirir productos que viajan en camiones frigoríficos, para permanecer unos instantes en el abrigo de una vitrina refrigerada y continuar el viaje en una cesta de la compra que acaba en el maletero de un coche y sigue su camino por los intestinos errantes.

Lo importante ya no es tener voz sino ser un medio de locomoción, lo importante es estudiar para nómada, se puede ser nómada sin cambiar de ciudad, en realidad los escenarios no permanecen: la parada de autobús que hoy publicita un reloj mañana anunciará un estreno de cine; el jardín donde jugaste de niño se transformará, antes de que lleguen a usarlo tus hijos, en un centro comercial; la farmacia de la esquina es ahora un locutorio, lo que sea por fastidiar a la cabina; el bar de tapas cambiará de dueño siete veces por semana; la mercería pasará a floristería; la casa familiar del extrarradio será sustituida por un céntrico apartamento; una noche al pasear, descubrirás que la iglesia donde te bautizaron es ahora un puticlub, pero la añoranza será pronto sustituida por tu regocijo de saberte nómada y si alguna vez sientes nostalgia siempre puedes desplazarte a la galería Babel a ver los cuadros de Sitcha; allí los espacios permanecen encapsulados en el tiempo, pero un tiempo breve, porque contagiados por la enfermedad del movimiento, pronto partirán a Méjico y sólo quedará la cabina enraizada en la acera, sedentaria a su pesar.

Ring, ring, ring.