El filósofo Walter Benjamin, que se suicidó antes de caer en manos de los nazis, es uno de los personajes que con más cariño deambula por los entresijos de mi memoria. Su imagen se condensa en unos ojos que, parapetados tras unas gafas redondas, destilan una tristeza infinita. Su biografía resume la tragedia que asoló Europa a principios del siglo XX, y en su pensamiento se revelan las dudas que laten en todo intelectual que se entrega a su labor con honestidad; el relato de su vida condensa los amargos sinsabores del incomprendido, del que intenta abrazar con pasión la vida y en sus brazos se escurre la espuma de los días.

Tres ciudades perfilan el decorado que anima su vagabundeo por la vida: Berlín, París y Moscú.

Berlín es la ciudad de la infancia, en la que aprendió a perderse. Una ciudad de la que llegó a desgastar las imágenes que originalmente presentaba por recorrerlas persiguiendo las sirenas ululantes de los vehículos que señalaban las desgracias ajenas, espectáculo que era esperado y seguido por auténticos oteadores profesionales del infortunio. En sus calles Benjamin siente el despertar del instinto sexual, como dos olas -miedo y placer- al desorientarse camino de la sinagoga: toda una declaración de intenciones.

La imagen que nos ofrece de su infancia en Berlín no es idílica; sobre ella planea la funesta sombra del Reich de Hitler, que Benjamin, 'pescador de perlas', anticipa en un recorte de un diario de Praga, que comunicaba que la compañía del gas había decidido suspender el servicio a los judíos, porque muchos de ellos no pagaban los recibos: usaban el gas para suicidarse.

París es la ciudad de las revueltas, de las barricadas hechas de "adoquinados mágicos que como fortines se encrespaban hacia lo alto". A París llegan conspiradores profesionales de todo el mundo, en ella se asienta la bohème, es la ciudad de Baudelaire. La ciudad que se transforma en megalópolis, al recibir, a veces engullir, a las grandes multitudes que son convocadas por el reciente proceso de industrialización y que se convierten en masas anónimas, despersonalizadas. Masas desangeladas, sin aura, que deambulan por los grandes bulevares sin propósito aparente. Multitudes y soledades en la gran ciudad; navegando entre una y otra surge un nuevo tipo: 'el flâneur'. Un tipo de hombre que no se siente seguro entre los suyos y busca refugio entre la multitud, abandonado tanto a ella como de ella: una imagen fiel de Benjamin y de Baudelaire, confinados ambos a una soledad sin remedio, quizá porque ambos compartían la misma alma de artistas, y como Baudelaire sentía: "El artista nunca jode; joder es entrar en alguien, y el artista nunca sale de sí mismo".

Benjamin quiso escapar de esos estrechos márgenes, y en uno de esos intentos llegó a Moscú, donde se ventiló una doble historia pasional; por un lado, quería poner a prueba su amor por una mujer, Asia Lacis, que abrió en él, como arquitecto, una 'calle de dirección única', y por otro lado examinar de primera mano el régimen soviético, y comprobar si era posible vivir bajo el mismo.

La atmósfera moscovita, a pesar de ser una ciudad que a veces, como el Guadiana, desaparece y se convierte en un bosque frondoso, es irrespirable. El totalitarismo soviético, la sangrienta y férrea mano de Stalin, que ahoga, que asfixia la mínima sospecha de libertad individual, hace imposible cualquier atisbo de vida intelectual.

La mujer que buscaba, Asia, se muestra esquiva, inaccesible en su vida cotidiana; afable pero lejana, un continente impenetrable.

Benjamin, hermano, semejante de Baudelaire, deja Moscú, con lágrimas en los ojos, sin conseguir salir, una vez más, de sí mismo.

Esas lágrimas, y otras muchas vertidas en otros momentos, le hacen zozobrar definitivamente en Portbou, a un paso de la libertad, a un palmo de la vida. Huyendo de todos, terminó por huir, como ya intentó antes, de sí mismo.

Eran malos tiempos para la lírica, y para el pensamiento; sin libertad, sin esperanza. Síntoma preocupante de la época cuando son los filósofos los que se suicidan.