Los suspiros se escapan de mi boca de fresa. Que estamos a mediados de mes y los números de mi cuenta en el banco podrían servir para formar veinte semáforos en rojo; no importa, suspiro; que ha subido la leche y el pan y hasta el aire que respiro; yo a mis cosas y suspiro; que como siga subiendo el euribor nos vemos la perra y servidora viviendo debajo de un puente, con sus riadas y todo; qué románticos son los puentes y suspiro; que el percebe ha dejado de ser un mito sexual, pues después de tres años de grabarlo y fotografiarlo copulando, unos investigadores muy salidos, han tirado por tierra la leyenda de que tenían un pene que alcanzaba hasta cuarenta veces su tamaño y resulta que ahora lo tiene una vez y media más grande que su cuerpo; suspiro tres veces y se me olvida, que no es por el percebe por el que ando transida.

Esta investigación se estaba haciendo esperar, pues servidora no se enamora si no conoce el calibre de la caja de Pandora y lo del molusco superdotado te podía hacer caer en brazos del amante equivocado.

Una vez esto aclarado, a servidora tampoco le va a pasar, con este amor atolondrado, lo que a la artista Rindy Sam, que se enfrenta a una multa de 6.400 dólares por besar, con los labios bien pintados, un cuadro blanco del artista estadounidense Cy Twombly. Los restauradores del Museo de Arte Contemporáneo de Avignon ya van por treinta productos utilizados y el carmín que no salta.

Si es que no puede ser, a quién se le ocurre ir besando blancos y castos cuadros estando la ciudad llena a rebosar de carteles de la última película de Viggo Mortensen, todos protegidos por sus cirstales, que a eso luego le echas glassex y se quedan como los chorros del oro.

Con la pantalla del ordenador, tres cuartos de lo mismo, te metes en internet, te bajas fotos y hasta vídeos de él, te lo comes a besos y luego una manita de glassex y a empezar otra vez y encima el glassex no ha subido de precio, aunque servidora, como más vale prevenir que curar, se ha comprado un camión cisterna de este líquido limpia cristales y barras de labios de esas que no dejan porque la pantalla del ordenador está empezando a coger un color raro.

Todo gasto invertido en amar locamente a Viggo Mortensen es un gasto necesario. Si alguien duda que se vaya a ver al cine Promesas del Este (aquí en Murcia lo ponen en el mítico Rex). Promesas del Este es una buena película, no sólo porque Viggo salga completamente desnudo en una sauna con su cuquita de mi alma boqueando entre las piernas fibrosas a causa del vapor y los golpes, quién fuera mercromina o hilo de sutura para rozar esas heridas, no sólo por eso, digo. Seguiría siendo buena aunque no desnudaran a Viggo, pero ya puestos, se agradece el detalle informativo que pone tamaño y forma al sexo imaginario.

Para que vean que una es consecuente, a servidora el Viggo no le inspiraba una mala pasión; en Alatriste, menos, qué tostón de película, más larga que un día sin pan, más aburrida que matar a una burra a golpes de higos secos, tediosa, en definitiva.

En Promesas del Este, en cambio, es verle sus dos huevecitos custodiando a su cuquita, el vello negro, aún teniéndolo rubio en la testa y es que te congracias con él para toda la vida, te enamoras locamente y empiezas a suspirar.

Suspiras por sus ojos de acero, por su hoyuelo en el mentón, pero, sobre todo, sobre todo, por su cuquita lucero, que anuncia la promesa de un gran... suspiro.