La Belleza era entonces un orden moral. Una jerarquía que determinaba el sentido de la vida, cuanto era digno de amarse, una guía del espíritu establecida por el 'gusto y la pasión', es decir, por la herencia, el cultivo, la voluntad y la inclinación al gozo, que nos conducían a lo que, de existir, habían dispuesto los dioses para que los hombres se acercaran a ellos. Al servir a la Belleza, al buscarla como la única certeza, se servía a la Razón y a la Justicia. No era el hombre una furia perdida y melancólica, un ser arrojado a una existencia ciega, sino el dueño del mundo, el heredero de un paraíso que sólo había que saber redescubrir. ¡Cuánta belleza habían creado Dios o Naturaleza! ¡Cuánta los hombres imitándolos!

Y todo eso se extendía ante nosotros para que los mejores lo poseyeran y lo entregaran renovado a otros. Esa era la rueda del Arte, la aventura vital de quienes hacían de su conquista fuente de toda plenitud. Entonces los artistas viajaban por las Cortes y los reyes gustaban de escucharlos y entregarles las más hermosas damas, las aristócratas de oro criadas para satisfacer a los grandes de Europa, para reír entre los brazos de quienes las merecieran. Vivir consistía en refinarse, en afinarse, en cultivarse para que los placeres fueran cada día más intensos, más exquisitos, más dulces las músicas y las caricias, los versos y los licores, las viandas y el color de las princesas. Todo lo que fue exterminado por las revoluciones que ellos mismos produjeron. No sólo por la Francesa y sus sucias 'sansculottes' exigiendo la sangre de los elegidos, sino por la Revolución Industrial y sus masas imparables, las tiranías de la vulgaridad igualitarista que habrían de suceder a la Belleza como ideal.

Supongo que a José María lo que le habría gustado es vivir como un cruce entre Voltaire y Casanova, advertir al mundo de la mediocridad que se avecinaba implacable, mientras gozaba de sus últimos estertores, de todas aquellas bellezas y cuerpos de que el gran Giacomo, veneciano como Álvarez, pudo darnos noticia para alumbrarnos en la desesperanza. La existencia como un peregrinaje para dar testimonio de las luces del mundo, y morir luego reclamando el derecho a no ser iguales, escupiendo a las turbas mientras te decapitan sobre los pechos de una reina. Mientras cantas todo lo que viviste y amaste como un príncipe de los sentidos:

Sé que lo mejor de mí/ es lo que me hace capaz de sentir esta emoción,/ lo que me hace reconocerla y amarla;/ lo que me ha llevado, eligiendo/ a hacer mío lo mejor,/ lo mismo en el esplendor de la Naturaleza/ que en las obras del hombre, lo creado/ en cualquier lengua, tiempo, bajo cualquier costumbre./ Eligiendo/ ser mejor. / Y olvidando/ lo que era inferior, lo que merecía/ morir." (De Sobre la delicadeza de gusto y pasión. Renacimiento, Sevilla, 2006. Pág. 90.)

Toda nuestra civilización, lo que nos hizo dueños de la Historia, señores de la Tierra, eso que la alianza de resentidos y torpes quiere arrodillar hoy ante las teocracias y la barbarie, se encierra en estos versos. Si se fijan, lo único que se repite es exactamente la exaltación de 'lo mejor', siempre 'lo mejor' como horizonte que nos hace a su vez mejores: la selección, el gusto, que es lo contrario del todo vale, la jerarquía de lo bello y delicado, lo noble, sobre lo siniestro y deformado; y, sobre todo, la elección, ese 'eligiendo' en el que insiste, es decir, la libertad del hombre para dirigir su destino, para vivir según su voluntad y su deseo. Ante las luces de Alejandría, bajo la advocación nada casual de Homero, ese héroe de ficción (el fingidor más real que la vida misma, como nos enseñó Pessoa) que es el poeta siente justificada su existencia, percibe la razón que siempre le guió, la fidelidad a esa belleza que colmó sus días y que le hace digno hijo de sí mismo, de aquel al que los dioses hicieron libre para merecerse.

Y, como corolario de esa libertad de espíritu sin la cual no es posible servir el ideal de Belleza y Verdad, aparece la que es la segunda pieza maestra de toda la obra de José María: la universalidad, la auténtica y única multiculturalidad posible frente a la dictadura de lo correcto que acabará con Occidente: la de distinguir entre lo grotesco y lo hermoso, y admirar y hacer propios los frutos de ese mismo empeño compartido con otros hombres que también amaron, que también persiguieron lo mejor, lo bello como sentido del mundo, "en cualquier lengua/ bajo cualquier costumbre", porque la cultura o es universal o no es.

Por eso construyó un Museo de cera, una 'obra en marcha' para guardar en ella cuanto fuera digno de admirarse, cuanto fuera dando alegría a su corazón, cuanto pudiera servir a otros para vivir con esperanza. La de que al final hubiera valido la pena. No es un museo lírico, no hay en él un relato interior, una sentimentalidad azorada por la decrepitud y la muerte. Si somos fugaces es porque las cosas nos van abandonando, por eso hemos de cantarlas, pero son ellas las protagonistas. Ese 'botín del mundo' que nos esperaba sin que tuviéramos a nuestro alcance más que tanteos, una intuición de que vivir a la luz era el camino, de que la realidad estaba afuera no sólo para nuestra plenitud, sino para la suya, para cumplirse en nuestros labios.

Esa es la aventura épica de Álvarez, la última epopeya en un mundo de prosa, la celebración luminosa del último ilustrado. "Y ante mí la frontera". Siempre allí.

javier.orrico@gmail.com