Pronto saldrá un libro de relatos al que he tenido acceso. Relatos protegidos por los bravos azules y por el bueno de Mario Sanz Cruz, el farero de Mesa Roldán, escribidor de la intrahistoria y del alma de la mar, en unas páginas impulsadas por la 'cultura levantisca' y los amigos de Carboneras. Deseo lúcido, ilustrado, como es aquí la luz, distinta, porque se somete a los barrancos secos y los palmitos, entre esparto ya sin nadie y abrigos templados, y un mar de cultura y trasiego inmigrante.

Entre estas historias hay miradas escriturales que viven o conviven en una escritura de luz, de paisajes, de poética, de fotografía cromática, como las del profesor Miguel Galindo que me sorprende por su mirada tan interior, desde su ojo orográfico y una flecha telúrica de su memoria selectiva y verdadera. Porque Miguel emociona desde esa mirada tan personal en el relato de lo que él ama y desde "ese doble silencio, mar y playa".

Y así se nutre Carboneras, desde la razón de la historia literaria a la mirada íntima, hasta Vidal Hurtado, a la intemperie, cara al mar que le sostiene. Colores, muros y plantas. Vegetales y animales en estado puro, hasta que ascendió, como un Minotauro lleno de euros, la barbarie, las cadenas metálicas que quebraron la montaña del Alagorrobico, por donde se hizo Lawrence de Arabia. Todo o nada. Quedó en nada. Así, una asolada mirada le inunda, se hace grito, como un río infernal, rota ya la cavidad de sus entrañas.

Y entre aquellos relatos asciende Lourdes Ortiz con Mamadou, que miraba aquellos ojos azules, que eran como otros que antes había visto. Mamadou puso su amor en el trabajo, o trabajaba para el amor, qué más da. Fátima no tuvo esa suerte. Fátima, la de aquel otro milagro de Lourdes, la de aquella soledad enquistada, enrocada, casi ceniza, de aquel libro de cuentos, historias y relatos que vinieron también un verano de la mano de la escritora. La verdad de los desterrados radica en su silencio, en las pocas cosas que ven. Pero ellos miran todo cuanto se mueve cerca, y hablan con ese sufrimiento lingüístico tan íntimo, tan doloso. Son estas historias, como la de Lourdes Ortiz, las que, en una novísima sentimentalidad, te sobrecogen. Unas, por verdaderas; y otras, por sentidas. Regresan o nacieron de un viejo cauce seco, ya sin lágrimas, ya sin esperanza, de ricos y de pobres. Mamadou, migración, soñada fortuna, una historia de vida y de amor también. Un amor sin nombre, con el cuidado del desterrado y el miramiento de la soledad. Y pasó, "cuando la reina de las nieves había bajado a la tierra", aunque no sabía su nombre.

Y luego Mario Sanz, el farero, el que puso en marcha este barco repleto de pequeñas historias con el mar de fondo. A cuarenta centímetros del suelo mira lo que ve Mario Sanz. Alguien busca llenar la tripa entre aguas sucias y gente que le tira piedras. Entre camiones y ruidos camina un perro al que sólo le gusta quitarse las pulgas en su tierra natal. Pero sobre unos perros forasteros y turistas se le queda el apetito en pan tan sólo. Alemanes, franceses, contenedores. Perra vida. Los perros se parecen a los hombres, los hay de todas clases, pero al final, a éste, al de Mario, lo que le gusta es ser libre. Pasa eso también entre los hombres.

También Daniel Sarasola ha escrito desde el mar, como todos ellos, donde ella bebe un dry martini a grandes sorbos, aferrada, con las dos manos enguantadas, a la copa. Pero alguien le ha mantenido como hace treinta años para él, chapada a la antigua. Todo es viejo en aquel ambiente de terciopelo raído, decadente, en el sentido que sobreviven las cosas más antiguas. Noche para un romance, copas, un poco de vértigo: tedio de lujo en una jaula de oro. Un "me voy contigo" bastó para salir de aquella necedad y entrar, como sobrecoge Daniel, en aquel paisaje rocoso y yermo, salpicado de chumberas y dunas inesperadas, de costas escarpadas como talladas en hojaldre caliza que le hicieron mudar de piel a la velocidad del rayo. Se conquistaba Acqaba en la playa de Algarrobico con Anthony Quinn y Peter O'Toole. Se trata de una historia tan verdadera como literaria, mitad y mitad. Recuerdos de unas fotos, y también fingimiento. Finalmente, todo lo que parecía ser hermoso acabó en una silla de ruedas. Es así de audaz por extraña en los tiempos que corren la historia de Daniel Sarasola, en su perspectiva y en su quebradura arquitectónica, que es tanto como mantenerse las cosas en pie a pesar de los años.

Después, cuando se lean estos cuentos, relatos mínimos, o máximos, pequeñas historias tan personales o cruces del día por donde pasaron los que venía de África, estas claves inciertas o vívidas de la mar Carboneras, que es la de todo el Mediterráneo, quedará el paisaje, un paisaje tan desnudo como las buenas almas. Y fue así, en primavera, y también lo será en aquel Algarrobico tan amenazado, tan sufrido como Mamadou, ralentizado en el ojo certero de Lourdes Ortiz, cuando creía ver a la reina de las nieves sobrepasar el mar de los inmigrantes.