Estamos en noviembre -"dichoso mes, que entras con Todos los Santos y sales con San Andrés"-, a la mitad del otoño. Las hojas caen de los árboles sobre la tierra húmeda y el paisaje se colorea de ocres, amarillos, verdes suaves, marrones castaño creando tramas de nostalgia y melancolía. En Madrid, donde la primavera es breve y escurridiza y el otoño es largo y pausado, no se sabe si Velázquez inventó el otoño o solamente lo recreó pintándolo en los fondos de la Casa de Campo o de Guadarrama de sus cuadros con algún rey o príncipe de pretexto. Los árboles se desnudan impúdicamente, los días se acortan, la luz se hace suave y mortecina y el sol calienta tibiamente cuando no nos bendice la lluvia, siempre bienvenida y bienhechora. La naturaleza parece somnolienta y prepara el sueño del invierno.

Pero los árboles y las plantas no mueren en invierno, sólo duermen y mantienen su actividad por dentro, crecen sin hacer ruido. Y estallan en vida nueva en la primavera. Tal vez eso es lo que anuncia toda la belleza del otoño: que no hay caducidad de la vida, ni final, sino transformación. Las hojas caídas fecundan el humus y hacen fértil la tierra. La liturgia de la Iglesia lo ha afirmado siempre: "La vida no termina, se transforma", negándose a aceptar que la muerte sea una puerta cerrada contra la que el hombre se estrella en vanos intentos de sobrevivir. La muerte puede ser una puerta cerrada, pero los que tienen la llave la abren y el que está detrás de la puerta reconoce a los suyos antes de que lleguen a tocar la aldaba y abre de par en par, llenando de luz y de paz al caminante cansado que llega a la última meta de esta vida. Esa es la esperanza de los creyentes.

En otoño la naturaleza nos pone ante los ojos su propia caducidad envuelta en la belleza de los días y sus atardeceres, pero también el paso del tiempo nos hace experimentar nuestra propia caducidad. Las imágenes y pensamientos de nuestra infancia y juventud están hondamente grabados en los surcos de la memoria. Y en las tardes de otoño afloran a la conciencia en el recuerdo hermoso de los días que vivimos, cuando todo era fuerza y esplendor en nosotros. El presente sigue siendo hermoso para los que saben vivir el otoño aceptando el paso del tiempo sobre su carne. No se han parado sus relojes, siguen creciendo por dentro y miran el futuro con esperanza.

Rainer Maria Rilke lo dice en su poema Otoño: "Todos nosotros caemos. Cae esta mano ahí. Y mira lo demás: está en todos. Y, sin embargo, hay Uno que retiene esa caída con infinita dulzura en sus manos". No es la palabra del poeta, es la palabra del creyente que además es poeta. Es la fe la que abre los ojos del corazón con los que se ve mejor lo invisible, lo más realmente real, que es Dios, ese Uno que retiene nuestra caída en la infinita dulzura de sus manos.

Las manos humanas nos acunaron de niños, nos acariciaron de adolescentes, nos amaron de adultos, nos sostuvieron en la debilidad y nos animaron en el decaimiento, nos aplaudieron en los triunfos y nos apoyaron en los fracasos, secaron el sudor de nuestra frente en la enfermedad y nos aplicaron los bálsamos de la alegría. Nos abrazaron y nos despidieron. Nuestras manos, si fueron honestas y verdaderas, hicieron todo eso a su vez. Al final, ya no son nuestras manos, ni las manos que amamos, sino las de Dios las que recogen nuestra caída, nos liberan del temor y del miedo y nos dan seguridad. La muerte no debe ser otra cosa que eso: caer en las manos últimas, manos de infinita dulzura, de Dios. Y para el que toda su vida se esforzó por estar en ellas la caída final debe ser casi imperceptible.

Me viene a la imaginación una imagen: la piedad de Miguel Ángel. En los brazos de la Madre Dolorosa ha caído el cuerpo desclavado de la cruz de Jesús. El crucificado inocente, agotado y cansado, se dejó caer sobre la ternura y la piedad de la Madre. Y allí reposa el sueño de la muerte, en el blando y acogedor seno maternal donde tuvo lugar el origen, sobre el crisol de la vida, hasta la hora de despertar a la vida para siempre, resucitado en el silencio de Dios, al amanecer del tercer día.

No en vano noviembre es también el mes de las ánimas. La naturaleza sabe mucha teología y el otoño es una de sus mejores páginas. Y Zorrilla, con su Don Juan Tenorio, viene a recordarnos al Dios de la clemencia para el que "un punto de contrición da al alma la salvación".

Los cielos grises invitan a la vida interior. Se dejan de oír las voces, tanto ruido de palabras que no dicen nada más que banalidad y rutina, para escuchar 'entre las voces, una'. Lo mejor del hombre y los más bellos paisajes están en su propio corazón. Y es el viaje más corto el más interesante, el más deslumbrador. "Entra dentro de ti", invitaba Agustín de Hipona. Sin vida interior se puede vivir, pero no hay verdadera vida. Sin vida interior nos pasan cosas, pero nada acontece de verdad. El que se contenta con vivir en la superficie y en la exterioridad nunca encontrará el tesoro enterrado o la perla preciosa. Lograr la vida es la tarea más humana y arriesgada del hombre, la más bella aventura, la más divina siempre. Nos distraen los cantos de sirena. Ulises tuvo que amarrarse al palo de la nave para no ser seducido y llegar a su destino. Y lo logró, como lo logran los que aman la libertad y se niegan a que otros les dicten lo que tienen que pensar, lo que tienen que hacer, lo que tienen que decidir. Es decir, los que no temen ser 'políticamente incorrectos', insumisos al espíritu del tiempo.

Noviembre, otoño, dichoso mes, dichosa estación del año, cargada de futuro y ventura.

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