Que gobernar es un asunto complicado puede incluso comprobarse a nivel personal, de autogobierno, porque, pese a desearlo, no siempre, ni siquiera a veces poniendo nuestra mejor voluntad, logramos acertar con la decisión más conveniente. De manera que, si tomamos como referente el autogobierno, podemos hacer una valoración extensiva y justa de las dificultades que entraña el gobierno de todos. Unas dificultades que hay que considerar no sólo en función de las diferentes opciones sino, sobre todo, de los diferentes intereses.

Parece claro, y los hechos bastarían, en cualquier caso, para demostrarlo, que no se puede gobernar a gusto de todos, aunque éste sea el señuelo de las opciones políticas denominadas centristas. Pero si satisfacer a todos es imposible, debería ser posible, al menos, satisfacer a una mayoría. Y esta aspiración, que no es ni más ni menos que una cuestión de supervivencia, es el gran reto que se plantean todos los gobiernos. El problema, el gran problema, es cuál debe ser el criterio a seguir para alcanzar este objetivo.

Podemos aceptar que el consenso entre opciones diferentes, pero compatibles, sea el mejor criterio, porque satisface a más gente, aunque el grado de satisfacción alcanzado no sea el deseado por nadie. Pero desde el rechazo del maximalismo y desde una opción minimalista, como es la del consenso, un poco de satisfacción para muchos parece mejor que mucha satisfacción para pocos.

No obstante, el consenso no debería ser el único criterio sino que debería combinarse con el de identidad, entendiendo la identidad como proyecto. Y la dificultad, en este caso, consiste en lograr la fórmula idónea, es decir, saber en qué proporción deben mezclarse los ingredientes para alcanzar el resultado buscado. Porque un exceso de consenso diluye el proyecto, pero un exceso de proyecto aísla.

Probablemente la fórmula ideal no existe, sobre todo no existe como fórmula general, sino que los ingredientes deberán mezclarse en función de la situación. Pero aún así, un gobierno debería siempre evitar que el afán de consenso se pudiera interpretar como una cesión a las presiones y como un abandono del proyecto. Porque ocurre, además, que a la pérdida del proyecto le suele acompañar el descontento de todos o de casi todos. Algunos ejemplos, pueden servir para ilustrar este hecho.

La Ley del tabaco ha sentado mal a todo el mundo, a los fumadores y a los no fumadores, porque todo sigue prácticamente igual, salvo en los espacios oficiales. La ley, por sus vericuetos para satisfacer a todos, es un fracaso manifiesto y ha dado lugar a incumplimientos y a rebeliones más o menos lógicas pero previsibles. La prohibición de fumar en todos los espacios públicos habría sido coherente con el proyecto y habría obtenido, a la larga, mayor consenso.

La Ley de Memoria Histórica presentada por el Gobierno y en espera de trámite ha sido denunciada por Amnistía Internacional y calificada como una Ley de Punto Final. Quienes esperábamos justicia para las víctimas estamos más que decepcionados; pero igualmente cuenta con la oposición de la derecha, que en este país sigue manifestándose como recalcitrante.

El proyecto de Ley sobre el maltrato animal acoge excepciones en el caso de rituales religiosos o de espectáculos públicos autorizados. Es decir, en las fiestas de algunos pueblos se podrá seguir maltratando animales y, por supuesto, en la 'fiesta nacional', como espectáculo autorizado, se podrá igualmente seguir maltratando al toro. La fiesta de los toros manda mucho (los empresarios, la afición, la tradición...), tanto que nadie quiere admitir que la relación entre el maltrato del toro y la fiesta es innecesaria y que ésta podría perpetuarse con mayor dignidad sin crueldad.

La implantación de la asignatura de religión (mezclada con la de Educación para la Ciudadanía) vuelve a ser un reconocimiento de que todavía en este país la democracia se humilla ante la teocracia. Democracia y teocracia se impondrán en función del color del gobierno de cada Autonomía y los cambios en éstos podrán llevar a un baile de "ahora sí, ahora no".

Para terminar, la Ley de Partidos nunca fue una buena ley, pero ahora, con un mandato del Parlamento para alcanzar el final del terrorismo etarra por medio del diálogo, resulta, además de un obstáculo, una absoluta incoherencia.

Sin duda, la intención es aplicar la mejor fórmula, pero el resultado es que parece que siempre, siempre, manda la derecha. Aunque nominalmente no esté en el gobierno.