Los naturales de Sybaris, en la antigua Grecia, de Síbaris en el golfo de Tarento, junto al Jónico, en Italia, transcurridos los siglos, eran unos afortunados. Tenían aversión al trabajo, afición al regalo, nimia delicadeza, cierto afeminamiento, refinamiento y molicie. Podían permitírselo, que es lo exigible. En un toque hortera de la época vestían a los niños de oro y se entregaban al placer de otras excentricidades de escaso gusto, aún así se ha acuñado el término de 'sibarita' para definir al gran vividor de todos los tiempos, aunque en la realidad es gentilicio de los habitantes de aquella ciudad antigua.

Existen los nuevos sibaritas de costumbres carísimas y en las antípodas de lo franciscano, alejadas de cierta nobleza de espíritu, pero llamativas en todo caso. Tengo anotaciones al respecto. El gran sibarita se ha convertido en la quintaesencia del estilo cosmopolita, la elegancia y la seducción; en un playboy al estilo más clásico: toma un "martini" en el Hotel Ritz, de París, donde su preparación, atmósfera aparte, es un arte, en copa de cristal muy fino e ingredientes mezclados en coctelera de plata, en el borde el aceite de quemar un trocito de piel de naranja añadiendo una gota microscópica de Pernod. El auténtico sibarita recibe en su domicilio diariamente el The New York Times desde hace cuatro décadas; en su acondicionador de temperatura (llamarlo frigorífico es una vulgaridad) tiene a los grados ideales Moet Chandon White Star, para paladear a solas, y Dom Perignon si se tienen invitados.

El sibarita masculino importante agasaja a las mujeres con rosas, con 365 exactamente, ni una más ni una menos, quitándoles las espinas porque lo que conquista a una dama es la atención por eliminar todo aquello que pueda herirla; regala diamantes porque conoce que la debilidad de las señoras es oír el chasquido del cierre de una gargantilla colocada al cuello por un hombre bronceado, color conseguido con sol auténtico de las Bahamas, de las islas Caimán o de Palm Beach (por limitarnos a los lugares americanos de prestigio).

La ropa del sibarita requiere, para cada estación del año, diseñador diferente; para la primavera y verano: Armani, por la ligereza y caída de las prendas; para el otoño y el invierno, trajes a medida de cualquiera de los sastres de Savile Road. El sibarita que se precia dispone al día de 45 minutos para fumarse un habano auténtico enviado por el secretariado de Fidel, o de Raúl, que hay que lucir cierto talante. (Tiene punto que en la vitola del cigarro puro figure el nombre del sibarita). El sibarita es un profesional del póquer, al que juega de rigurosa etiqueta, y es un maníaco del calzado: sabe que los zapatos delatan al ser humano, en ellos se puede descifrar el carácter del usuario. Consume Discovery Channel y se cuida la silueta en un gimnasio con sofisticados ejercicios y en el que practica, además, media hora de meditación al día. Y a este nivel, el resto de su existencia.

Comprenderán ahora ustedes por qué los pretenciosos delincuentes de Marbella no dan la talla, por mucha jirafa, novia folklórica y BMW que calcen; el glamour y la clase "no se ganan, se heredan", que dijo el poeta. Lo demás es querer y no poder: frustración de nacimiento.

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