Hay tres tipos de leyes. Están, en primer lugar, las que resuelven limpiamente un problema, por ejemplo la ley del divorcio de 1981 de Francisco Fernández Ordóñez, que vino a resolver muchas complicaciones de convivencia, incluso las sobrevenidas a aquellos que no creían en ella y en contra de la cual votaron. En segundo lugar, están las leyes que pueden contribuir -sobre todo si se apoyan con medidas que las implementen adecuadamente- a restarle virulencia a un problema. Un ejemplo de este tipo es la ley contra la violencia de género que ha aprobado el actual Ejecutivo, porque puede contribuir a que mejore la vida cotidiana de muchas mujeres maltratadas. Por último, hay leyes que por sí solas pueden causar numerosos problemas.

La Ley Orgánica de Educación (LOE) puede llegar a convertirse en una de estas leyes capaces de originar dificultades sin cuento. Y lo es porque, siendo una Ley Orgánica que regula un ámbito muy amplio e importante de la sociedad civil, empieza a mostrar importantes deficiencias en cuestiones fundamentales.

Desde estas páginas nos hemos quejado en ocasiones de que la mayoría de los ministros de Educación de la democracia, o bien han sido totalmente irrelevantes, como las dos últimas ministras, o han utilizado el ministerio de Educación como trampolín para escalar puestos más altos, y mientras han permanecido en él, se han limitado a ofrecer un perfil bajo que no les restase fuerza en su salto. Rajoy, Rubalcaba, Aguirre o Solana son buenos ejemplos de esta última actitud. Después del paso casi inadvertido de María Jesús San Segundo, la llegada de Mercedes Cabrera para impulsar el desarrollo de la LOE hacía albergar esperanzas de que se realizaría un verdadero esfuerzo para hacer una ley que tiene la obligación de cambiar el rumbo de un sistema educativo con todas las luces rojas de alarma encendidas desde hace largos años.

La permanencia de la materia de Religión dentro del sistema educativo español no ha sido puesta en tela de juicio por el actual Gobierno, y en la LOE así se recoge. La existencia o no existencia de una materia alternativa era un asunto que no quedaba claro en la citada ley y se esperaba que las disposiciones ulteriores aclarasen lo que va a suceder con los alumnos que decidan no cursarla. El borrador del Decreto de Enseñanzas Mínimas de la Secundaria Obligatoria que el Ministerio está preparando contiene -según se ha filtrado a los medios de comunicación- una doble alternativa. Los alumnos que no quieran recibir el adoctrinamiento confesional religioso -vamos a llamar a las cosas por su nombre- podrán cursar una Historia de las religiones que no sea evaluable, permanecer en el patio, quedarse estudiando en la biblioteca del instituto o irse a su casa. Cada centro decidirá las opciones que ofrece. Esta libre opción, de confirmarse lo que ha aparecido en prensa, no puede aceptarse como incremento de la autonomía organizativa de los centros sino que será, sin ninguna duda, fuente de numerosos problemas. Problemas de organización, problemas de presiones que los padres, ideologizados o no, harán sobre los responsables de los institutos para que impartan o dejen de impartir, dejen salir u obliguen a permanecer a sus hijos en las aulas en horas lectivas. Y problemas, sobre todo, para los profesores que tengan que impartir Historia de las religiones a un alumnado poco o nada motivado sin poder evaluar el resultado de sus desvelos.

Pero además, el Gobierno dejará en manos de los obispos la contratación -y ¡ay! la rescisión del contrato- de los profesores de religión confesional católica. Eso de que los obispos contraten y despidan a unos docentes que paga el Estado es en sí mismo un contradiós. Y lo es porque los obispos, faltaría más, como su reino no es de este mundo, no suelen tener empacho en pasarse por debajo de la sotana la legislación que defiende los derechos de los trabajadores. Eso en sí mismo es una anomalía jurídica de primer orden. Pero es que, además, cuando alguno de esos trabajadores reclama ante los tribunales un despido motivado por cuestiones tales como haberse divorciado, salir a tomar copas y otras cosas que puede hacer cualquier ciudadano en uso de sus plenos derechos, los jueces, lógicamente, suelen declarar tal despido como improcedente e indemnizable. Y como el pagador es el Estado, querido lector, somos usted y yo los que por vía de nuestros impuestos pagamos la alegría despedidora del obispo de turno.

¿No decía la derechona que Zapatero era un radical peligroso? Bastaría con que fuese un poco consecuente con su deber de legislar para tratar de resolver problemas, porque esto que va a hacer con la enseñanza de la religión se llama -sigamos dándole a las cosas su nombre- escurrir el bulto. O quitarse el muerto de encima: que resuelvan los institutos lo que se hace con los alumnos que no acudan a clase de religión -cada vez son menos los que la piden, en los últimos 10 años ha habido un descenso del 10% en secundaria- y que los obispos nombren y despidan a quienes quieran, que las arcas del Estado dan para todo. Otra ministra, Mercedes Cabrera, con empuje y ganas de cambiar las cosas. Pues sí que.

Blog de Bernar Freiría

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