Allá por los años veinte, cuando todavía se cerraba la puerta de los Carros por la noche, granadinos había que no se atrevían a transitar por el bosque de la Alhambra en las altas horas de la madrugada. No por temor a los atracadores sino porque se rumoreaba, se decía, se intuía, que por aquellas frondosidades -'con su agua oculta que llora', según Manuel Machado- rondaban fantasmas. Mejor no aventurarse. Mejor no tropezar con ellos. Y es cierto que el bosque impone en la oscuridad, sobre todo cuando se filtra por sus ramas la luz de la luna. Tras el bullicio diurno de turistas, de minibuses y de coches -éstos mucho menos molestos que antes, hay que decirlo, gracias al nuevo acceso y a la sabia política de restricciones impuesta por el añorado Mateo Revilla- llega para este lugar único en el mundo, y no hace falta ser un romántico empedernido para apreciarlo, la hora del misterio, con mayúscula si se quiere.

Por ello me pareció apropiado lo de la otra noche. Y ello fue que, al hilo de una conversación en 'La Mimbre', una persona que lleva décadas frecuentando el bosque alhambreño me confió que en estos momentos está leyendo Drácula, y que ninguna novela le ha producido jamás un terror parecido. Al escucharle recordé que, cuando leí por vez primera el libro de mi paisano dublinés, a los dieciséis años, casi temblaba al entrar en el dormitorio donde tenía el libro. Drácula es sin duda una de las más grandes creaciones literarias del siglo XIX. ¿Cómo olvidar nunca el final, cuando Van Helsing y sus colaboradores persiguen al conde a través de varios países europeos para lograr finalmente su destrucción? ¿Cómo la conmoción que se apodera de los pacientes del hospital psiquiátrico inglés cuando sienten la proximidad del vampiro, que se ha instalado en una iglesia abandonada cercana? Lo que asombra, sobre todo, es el realismo del libro, su verosimilitud. Bram Stoker casi nos convence, mientras leemos, de que Drácula ha existido de verdad. Y de que podría volver a existir. Por otro lado es fascinante cómo, en la Inglaterra victoriana y ultrarremilgada, Stoker logra sortear la censura e impregnar su narración de una carga sexual tan inerrable como inquietante. Si usted todavía no ha leído Drácula, no deje de hacerlo cuanto antes, por favor.