Las guerras, antes, se concluían de forma harto protocolaria, como intentando compensar mediante el boato la barbarie de las batallas. De la ceremonia de rendición del Japón a bordo del acorazado Missouri es fácil acordarse de la foto de las autoridades imperiales vestidas de riguroso frac, como si asistieran a una fiesta de gran gala. Hiroshima y Nagasaki habrían justificado una firma mucho más discreta, aunque sólo fuera por el respeto a las víctimas civiles que todavía hoy siguen sufriendo las consecuencias de lo que, hasta el momento, es el mayor acto de uso de armas de verdadera destrucción masiva, ya que estamos.

No es ni el respeto a los iraquíes civiles muertos en dos guerras sucesivas ni el recuerdo del ejército de Husein enterrado en las dunas lo que ha hecho esconder hasta la sorpresa el acto de entrega de la soberanía al gobierno provisional que encabeza el primer ministro Ayad Alaui. Ha sido el miedo, la certeza de que, de realizarse la ceremonia ante las cámaras de la prensa, los atentados habrían sido inevitables. Dice mucho ese traspaso oculto, por sorpresa, del estado de Irak ahora mismo y de lo que han conseguido las fuerzas invasoras ya sea con el respaldo de la ONU o sin él. Ni siquiera el ejército expedicionario estadounidense es capaz, hoy por hoy, de garantizar la seguridad no ya de los iraquíes de a pie, que son las víctimas principales de la resistencia, sino de las fuerzas de ocupación. Hablar de traspaso del poder es de hecho un eufemismo: lo que se ha traspasado es el problema que, a partir de ahora, queda en cierto modo en manos de los ministros iraquíes. En cierto modo. La fuerza multinacional permanece en suelo iraquí -porque es fácil comprender lo que sucedería si lo abandonase por completo-, el nuevo Gobierno carece de control efectivo sobre el ejército de ocupación y la tutela que ejercerán los 'consejeros' será completa, mediante competencias que se imponen incluso sobre la autoridad de los ministros.

Ocultar semejante operación de salida parcial, con el rabo entre las piernas, del avispero iraquí ha sido sensato. Innoble también, si nos atenemos a las reglas del honor bélico, pero sensato. No obstante, el carácter vergonzante de la ceremonia de entrega formal de la soberanía indica a las mil maravillas el balance que cabe hacer, ahora que las tropas enviadas por Washington comienzan a recoger velas, acerca de la campaña.

Caber recordar que Irak fue invadido por varias razones. Para neutralizar sus armas de destrucción masiva. Para llevar allí la paz, la seguridad y la democracia derrocando al dictador. Para cortar las alas al terrorismo de Al Qaeda. Y -last but not least- para hacer un negocio espléndido con la reconstrucción del país y la comercialización de su petróleo.

La ceremonia oculta redunda en lo ya sabido. De las armas, ni noticia; el país está sometido a un caos y una inseguridad como pocas veces conoció; la amenaza terrorista se ha incrementado de manera notable; del negocio de la reconstrucción ni se habla y, en cuanto al petróleo, es inviable restablecer su explotación mientras el país no se normalice. Si el presidente Bush pierde las elecciones, su castigo habrá sido mínimo: de ser el líder de cualquier otro país habría sido llevado ante los tribunales de justicia internacionales. ¿Cómo pensar, entonces, en una ceremonia de conclusión de la guerra a base de fracs, condecoraciones en los uniformes y plumas que se guardan a título de recuerdo de un acto histórico?