Cuando cualquier impertinente le reprocha a Fernando Fernán Gómez su intervención como actor o director en numerosas películas que no están a la altura de su talento, responde, con justa indignación, aludiendo a la permanente inseguridad económica propia de esta profesión, al menos en España: Nunca se sabe qué pasará mañana. De esto se queja el profesional mas prolífico y prestigioso del teatro y el cine hispanos junto quizás con José Luis López Vázquez, hombre, por cierto, muy ahorrativo, a quienes no les ha faltado trabajo en los últimos sesenta años.

En consecuencia, don Fernando se buscó un oficio alternativo en el ejercicio de la literatura, donde ha vuelto a poner de manifiesto su maestría con novelas como El viaje a ninguna parte o libros de memorias como El Tiempo Amarillo, crónicas sangrantes de la azarosa vida de los cómicos. En El viaje a ninguna parte, con posterioridad convertida por él mismo en espléndido film, se hace hincapié en la espeluznante vejez de un farandulero recluido en un asilo de monjas, cuya demencia le lleva a adornar su miserable trayectoria con toda clase de triunfos y prosperidades. Este personaje encarna una tragedia generalizada en los actores aunque ellos traten desesperadamente de ignorarla: la ausencia de un sistema de previsión social que les garantice unas pensiones dignas y aleje el fantasma de la indigencia en caso de paro, enfermedad o vejez. Sin duda esta carencia es un factor de inestabilidad emocional para los actores, como lo sería para cualquier otro sector.

Pero no es el único. Vayámonos, por ejemplo, a Hollywood, donde hasta el actuante más secundario ingresa en pocos años honorarios bastantes para asegurarse el futuro, y los cabezas de cartel nadan de por vida en una insultante opulencia gracias al monopolio que la industria norteamericana ejerce en el mundo. Pues bien, en este paraíso tampoco brilla la virtud de la ecuanimidad, aunque, en general, es difícil encontrar allí cualquier clase de virtud siendo, por el contrario, extensísimo el catálogo de vicios como puede verse en el best-seller titulado Hollywood-Babilonia. Excepciones háylas: ahí está el octogenario Paul Newman, modelo de coherencia y fertilidad, poniendo contrapunto a la desastrosa existencia de un Marlon Brando o una Marilyn Monroe.

Se impone indagar, pues, el origen de tanta extremosidad anímica en causas inherentes a la propia profesión actoral, poniendo el acento en los aspectos psicopatógenos de la misma, entre los que sobresale un narcisismo fuera de lo común. El infante que dice: mamá, yo quiero ser artista, está expresando el deseo precoz de ser mirado y admirado por los demás, lo cual lleva implícito que él con anterioridad se ha sometido a un detallado examen y llegado a la convicción de reunir en su persona suficiente atractivo, es decir, gracia y belleza, o sea, arte, como para ser objeto de pública exposición. Este comportamiento infantil suele curarse con el tiempo, como el sarampión o las paperas, pero cuando persiste durante la adolescencia y el sujeto, ignorando los consejos familiares acerca de los peligros de la farándula, se obstina en su propósito, entonces se dice que el chico tiene vocación e inicia estudios de Arte Dramático o se enrola en cualquier grupo independiente, en el seno del cual, si todo transcurre con normalidad, recibe su primer aplauso.

He aquí una primera muestra de anormalidad: no conozco ningún profesional, fuera del mundo del espectáculo, cuyas actuaciones, por muy brillantes que sean, se reciban con ovaciones. Prueben a imaginar a un funcionario, un profesor o un conductor de autobús siendo aplaudido por la concurrencia. Parece una nimiedad, pero el aspirante a actor lo interpreta como la confirmación de su excepcionalidad personal, y va a seguir necesitando de esta prueba para mantener la autoestima. Luego están: la falta de una crítica dramática minimamente rigurosa, el jaleamiento de los medios de comunicación hacia cualquier gracieta de cualquier actorzuelo difundida en televisión y, por encima de todo, el raquitismo congénito de la industria audiovisual y teatral de este país que hace imposible la continuidad en el empleo.

Por todo ello, cuando a una persona con altísimo concepto de sí misma se la priva durante tiempo indefinido -ese teléfono que no suena-, no sólo del sustento económico, sino también de la particular forma de reconocimiento social que necesita para mantener el propio aprecio, ya me contarán quién es el guapo o la guapa que permanece mentalmente incólume.