Estaba firmando en unos grandes almacenes, cuando llegó una señora y me pidió que le firmara uno de mis libros, el que yo eligiera, para una sobrina que detestaba leer. No sabía si pretendía halagarme o insultarme, por lo que me quedé paralizado, como siempre que la realidad me envía mensajes contradictorios. Entonces, un chico que había detrás de la señora le recomendó uno de mis títulos, pero la chica que iba con él dijo que era mejor otro. La señora me miró interrogativamente, y yo le pregunté que por qué pensaba que podía gustarle un libro mío a alguien que detestaba leer, añadiendo que era como ir al frutero y pedir una cebolla para alguien que no le gustara la cebolla. Me respondió que porque mi escritura no parecía escritura. Tampoco ahora supe si me estaba insultando o halagando, por lo que tampoco supe cómo reaccionar. El chico dijo que su madre le ponía cebolla a la tortilla de patata, pero que lo hacía de tal modo que no se notaba.

-Y en mi casa odiamos todos la cebolla.

La conversación empezaba a incomodarme, de modo que cogí un libro cualquiera y le dije:

-Llévele éste.

-¿Pero le gustará?

-Si detesta la lectura, no. Es un libro.

-¿Y qué podría llevarle a una persona que detesta la lectura?

-Llévele una calculadora -dijo el joven.

-Mejor, unos juegos reunidos -rectificó su novia.

-Hay miles de cosas para gente que detesta la lectura -añadí yo irritado.

La señora se fue y estuve un rato más firmando sin que ocurriera ningún incidente. Cuando ya me iba, tropecé por casualidad con ella en la puerta de la calle. Llevaba un par de libros, uno de ellos, que estaba a la vista, era el de Aznar.

-Es para un sobrino que adora la lectura -dijo.

-¿Y qué ha comprado para la sobrina que la detesta?

-Un libro de usted -dijo-, pero creí que ya se había ido. ¿Me lo firma?

De nuevo, no supe qué pensar. Todavía no lo sé. Por si acaso, no se lo firmé.