Cuando el Rey decidió que Adolfo Suárez fuera presidente del Gobierno para gestionar la transición, un historiador español, tan facha como de los nervios, dijo: "Qué error, qué inmenso error". Seguramente no consideraba a Suárez una lumbrera, y en eso no estaba solo. Suárez, para que se viera que no era un rencoroso, nombró ministro de Cultura a aquel profeta. Después, Suárez se buscó las luces que le faltaran y los guías que necesitaba para el camino y puso en la tarea sus buenas condiciones de maniobrero y el buen talante que no le faltó nunca. Aquella operación, dentro de las deficiencias que venimos sufriendo, no salió mal. No es igual lo que sucede ahora con la candidatura del portugués Durao Barroso a la presidencia de la Comisión Europea. Pero la Unión afronta también un momento delicado de transición en el que su Comisión no parece que vaya a ser presidida por el mejor, sino por lo que han llamado una solución de compromiso, que es un buen eufemismo para tapar otras deficiencias. Los vaivenes ideológicos de Durao Barroso -un viejo maoísta de mano derecha dura- lo confirman como un buen maniobrero con habilidades diplomáticas ya demostradas. Algo muy parecido al camino que otros siguieron aquí: Suárez pasó de ministro del Movimiento a gestor de la democracia. Hay gente flexible con capacidad para ser, como en el caso de Durao, atlantista y europeísta a la vez, condición que no le viene mal a la Unión, siempre que su atlantismo no supere a su europeísmo. Ahora le ha resultado una ventaja no haber estado en la foto de las Azores con Bush, Blair y Aznar, pero lo que realmente debería retratarlo es haber sido el anfitrión de los fotografiados, haber puesto la mesa y el plató con tanto gusto, y salir airoso. Me he acordado de Azaña: era inteligente y honesto, pero nada Durao.