Confieso mi perplejidad cuando, de pronto no sé donde, llegó a mis oídos el palabro metrosexual, pues interesado como estoy en todo lo tocante al sexo, no se me alcanzaba su significado. ¿Designaría el neologismo a los que practicamos sexo en la ciudad? ¿A los que lo hacen en el metro, quizás? ¿O haría referencia a las medidas del pene?

La cosa guarda, en efecto, estrecha relación con las ciudades porque parece ser en ellas, y no en los pueblos, donde mora el espécimen masculino caracterizado por procurar afanosamente la belleza administrándose cuidados estéticos que hasta ahora eran de uso exclusivo de la mujer, tales como: depilación corporal, cosmética, cirugía reparadora, peluquería imaginativa, etc. Si esto es así, la denominación me parece discriminatoria y ociosa.

Discriminatoria porque encierra un prejuicio contra los habitantes de las pequeñas poblaciones, a quienes se supone incapaces de discernir entre coquetería masculina y homosexualidad, reduciéndolos al cliché landista del paleto que hace gala de machismo cutre.

Ociosa e innecesaria porque es falso que el fenómeno sea novedoso hasta el punto de constituir un prototipo sociológico. Es como si el hombre necesitara blindarse con un disfraz léxico para realizar lo mismo que la mujer viene practicando con toda naturalidad, a saber: alcanzar la igualdad en los aspectos positivos del sexo contrario. Y en lo relativo a trucos de belleza, cualquier fémina le da sopas con honda al más atildado varón.

Por otra parte somos legión los que venimos profesando, con mayor o menor desvergüenza, en esta supuesta revolución. Yo, por ejemplo, hace décadas me refugié en las peluquerías de señoras, antes llamadas unisex, huyendo de la barbarie de las barberías, donde tantas torturas se me infligieron en la infancia. Allí, más que pelar, te trasquilaban unos individuos de tosca catadura que, esgrimiendo instrumentos de higiene dudosa e intenciones homicidas, (¡aquellas navajas plateadas que perfilaban el cogote y las patillas sin mas lubricación que un salivazo¡), te retorcían la cabeza sin contemplaciones hasta la tortícolis, te pellizcaban el cuero con la maquina, te echaban el aliento nicotínico, y, al final, te dejaban la apariencia de un recluso. Por el contrario, en las de señoras se respiraba sensibilidad, sensualidad, pericia, detallismo, relax... Todo por el mismo precio.

Descendiendo de la cabeza al cuerpo, he observado en la piscina cuerpos peludos como simios por delante y por detrás que, de pronto, aparecían mondos como consecuencia de una depilación radical, poniendo de manifiesto que esta practica no es infrecuente en el varón. Tampoco lo es la de afeitarse los genitales que presenta una triple ventaja: evita que anide ahí una molesta fauna de bichitos, aumenta la superficie erógena y la en-verga-dura del pene.

En el capítulo de cosméticos nadie ignora que, antes de aparecer la llamada línea hombre, muchos veníamos usufructuando el arsenal de cremas (antiedad, antiarrugas, antiacné, hidratantes, suavizantes, energizantes, etc.) de nuestras mujeres, unos sin sombra de pudor y otros desviando la culpa hacia la asistenta.

Quizás resulta menos sólito en el varón recurrir a los servicios de la cirugía estética más allá de los problemáticos autotransplantes de cabello. Pero cada vez son más quienes, amparados en la confidencialidad del cirujano, invierten sus ahorros en eliminar imperfecciones de la piel, retocar narices, neutralizar adiposidades, volatilizar bolsas, resucitar pómulos o alargar falos.

En cuanto a la indumentaria, cualquier día nos atreveremos a experimentar las virtudes termodinámicas de la falda y de la túnica, como ya hacían, por cierto, nuestros ancestros romanos, árbitros de la elegancia y modelos del buen vivir. El campo está gozosamente abierto desde que, hace un siglo, las mujeres nos arrebataron la exclusividad de los pantalones.