No puedo estar pelando gambas y escuchando al marido de Letizia Ortiz, no puedo. Yo sabía que en la pantalla estaba Felipe VI, y que el hombre se esforzaba para llamar nuestra atención, pero lo siento, entre gamba y Rey, gamba. Mi familia no perdona. Oveja que bala, gamba que pierdes. Ni me preocupé porque el jefe de Estado no habla para las familias en Nochebuena. Lo sabemos. Habla para los expertos áulicos, para los medios escritos y hablados, esos que recogerán al día siguiente sus palabras, esos que interpretan lo que el señor dice como se interpreta un manuscrito hallado de la niñez de la historia.

Es al día siguiente cuando el discurso real adquiere su auténtica dimensión porque es cuando de verdad se ve al buen hombre abriendo los informativos, que trocean el sermón a cachos de interés, que si economía, que si sociedad, que si Cataluña.

Alucino con lo que ven los expertos, alucino viendo cómo sacan punta del lugar que ocupan las banderas, española y europea, y de su tamaño, de las fotos desperdigadas encima de los muebles, del tipo de planos, que si corto, que si medio, nunca primer plano, que si plano general, que si un busto de Carlos III, que si un par de libros del patrimonio o dos cuadros del XVIII. A todo le sacan punta. En todo ven mensajes más allá del mensaje. Menos mal que no han sacado al botarate Josie para analizar el color de la corbata, el tono de la camisa y el empaque del traje de su majestad.

Total, que temprano, para escribir esta pieza con propiedad, encendí la tele ayer por la mañana a ver si repetían los 12 minutos. Tú vales mucho para Dios, amén, me dijo un evangélico en La 2. Y apagué el chisme. Y esto es lo que me ha salido.