Paseaba una mañana de marzo, acercándome a la Torre do Belem emergiendo de las aguas del Tajo, que a esa altura ya es océano y corre embravecido. Las ciudades aparecen en nuestras vidas exactamente igual que el estuario del Tajo aquella mañana. Las hay que son difíciles de olvidar. Otras adquieren un espacio informe en nuestra memoria. La primera vez que visité Lisboa fue muchos años antes de aquel paseo por la Torre do Belem. Yo acababa de entrar en la Universidad y mis viajes habían adquirido un matiz picaresco. Un amigo y yo habíamos descubierto que el Conservatorio de música de Granada realizaría un viaje a la capital portuguesa para interpretar Carmina Burana. A través de un conocido, conseguimos meternos en un autobús nocturno. Nosotros deberíamos interpretar el papel de suplentes de coro. Un día entero para recorrer Lisboa, ciudad desconocida, al otro lado de nuestra frontera de confort adolescente.

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Como nos habíamos tomado muy en serio el papel a representar, íbamos vestidos con traje y pajarita, como los barítonos de la Ópera de Nueva York. Dos dandis salidos de un tiempo inmaterial que ascendían la Calçada da Gloria, en el corazón de Chiado, y que miraban asombrados cómo la ciudad se iba moviendo como una serpiente bíblica. Calles que descendían bruscamente, por donde los tranvías dejaban una estela de siglo pasado; comercios abiertos donde sonaban fados y música brasileña; cafeterías coloridas, con terrazas de mimbre y gente leyendo periódicos extranjeros. Lisboa era una cáscara de oro a nuestros ojos de viajeros primerizos.

Luego el río aparecía, en lo alto de un promontorio, y contemplábamos el puente 25 de abril como una imitación de San Francisco y las torres de las iglesias sobresaliendo de un laberinto de casas. Tejados azules por el efecto del amanecer y pavimentos empedrados de teselas afortunadas. Una ciudad recogida, que se puede recorrer con facilidad en unos pocos días. Pero nosotros teníamos apenas unas horas. No había tiempo para detenerse en futilidades como tomar un café.

Tiempo después, delante de la Torre do Belem, pensaba que Lisboa es una ciudad que espera. Espera al viajero y lo acoge como un viejo amigo que vuelve a casa tras una larga ausencia. Pero es también una ciudad en constante cambio.

La Torre do Belem parece, sin embargo, resistir las modas y el turismo. Fue construida en el siglo XVI y sirvió de despedida a los navegantes que recorrían el mundo en nombre del dios del comercio. Desde allí, los barcos bordeaban África, hasta el cabo de Buena Esperanza, remontaban el Índico, dejando a un lado Madagascar y la Reunión. Encaraban el Golfo Arábigo, los desiertos persas hasta llegar a Goa. Portugal cogió la canela de las selvas indias y dejó a cambio el portugués como moneda de transacción universal. Los barcos llegaban hasta Indonesia, Java y Japón. Y a la vuelta, ahí les estaba esperando la Torre do Belem, como a mí, un humilde viajero que años después, sin traje ni pajarita, recorría en silencio las calles del barrio más alejado del centro de Lisboa.

Porque la ciudad siempre vuelve. Sus calles han sido derrotadas por la naturaleza en tantas ocasiones que solamente la fuerza de voluntad ha sido capaz de volver a levantarla. Lisboa es una ciudad melancólica, dicen, pero yo no he observado nada más que una fuerza vital ausente en la mayoría de ciudades del mundo. En 1755, el día de todos los santos, un fuerte terremoto destruyó la ciudad.

Duró al menos cinco minutos. 45 minutos después, un maremoto arrasó una urbe que ya estaba en ruinas. El cauce del río se convirtió en el basto océano. Como los lisboetas estaban celebrando la fiesta religiosa, aquellas partes altas de la ciudad que no habían sufrido daños se incendiaron a causa de las velas de los exvotos. Se estima que murieron casi cien mil personas. Lisboa era en el siglo XVIII una de las ciudades más ricas del mundo, tras dos siglos de comercio. Aún hoy son visibles las cicatrices. El viajero necesita visitar las ruinas del convento do Carmo, cerca de la Plaza do Comercio y las escenas de aquel fatídico día cobrarán sentido.

Ahora es una ciudad más ordenada, pero que no renuncia al caos de las calles estrechas. Ni a la sorpresa de los rincones y las plazas soleadas, abiertas al Atlántico y golpeadas al atardecer por una brisa marina que las llena de sal. Lisboa hay que recorrerla despacio, deteniéndose en cada esquina como quien lee a Saramago y observa a Pessoa tomar un café en el Barsileira. Solo así se podrá entender el alcance real de una ciudad maravillosa que susurra al viajero y no lo espanta con colas y rituales grotescos de turistas.

Habrá una tercera vez en la que me vuelva a encontrar con Lisboa. Pasarán los años y la ciudad seguirá esperándome, porque siempre aguarda la vuelta del visitante. Aquellos que aman Lisboa saben que verán la Torre do Belem al fondo del estuario, como un faro que indica el camino seguro. No importa lo lejos que esté uno. La luz de Lisboa se enciende dentro del viajero y no se apaciguará hasta que la colina de Alfama no se recorte en el atardecer.