A Turín le sienta bien la melancolía. Es una ciudad de inviernos fríos y de lluvia constante. Los turineses conviven con los paraguas, el apoyo necesario para transitar sus largas avenidas, hechas a la medida de Francia. Un poco de París se percibe en sus aceras, iluminadas desde primera hora de la tarde por las incontables farolas que desprenden un aire modernista. Se ha dicho que la urbe es la más europea de todas las de Italia, sin saber muy bien el alcance de tal afirmación. La única certeza que alberga Turín es la elegancia de su fisionomía. Un espacio sorprendente que reúne la cordillera más alta del continente, un río tranquilo y una sociedad partida en trabajadores y aristócratas ruinosos.

Tal vez aprecié su melancolía precisamente en los escritores que hablan de Turín. Uno lee las ciudades antes de visitarlas. Las recrea a través de las palabras de otros. Es un doble viaje con riesgo. La desilusión está a la vuelta de la esquina. Pero también la inspiración de seguir los pasos de otras vidas ocultas en la ciudad. Los que han hablado sobre Turín son personajes fascinantes pero atrapados en la tristeza. Las dos figuras literarias más reconocidas de la ciudad acabaron su vida por su propia voluntad. Pavese, desencantado del amor, ingirió una sobredosis en una austera habitación del Albergo Roma. Primo Levi se precipitó al vacío desde una escalera. El hombre que había sobrevivido a Monowice, un hermano menor de Auchwitz, no soportó más el tedio de la existencia.

Fue mi primer contacto con Turín. Después llegó la necesidad de visitar los ambientes que aparecían en las novelas de Pavese. Las caminatas pegadas al Po, saliendo del Parco Virgilio donde refugiarse del ruido de los atascos. La ciudad se abrió primero en el libro Entre mujeres solas, una constelación de la vida burguesa turinesa. Luego descubrí sus cafeterías con El oficio de vivir, su diario íntimo. Lo imaginaba escribiendo un cuento en una cercana a la Estación Central. El olor a café también impregnó la ciudad, meses antes de que la visitara.

El resto lo hizo Turín por sí misma. A finales de agosto la ciudad se va preparando con su color grisáceo, no exento de belleza. Si alguien preguntara por su estética bastaría con hacerle ver la Mole Antonelliana. Es un edificio extraño. Los arquitectos la definen como ecléctica y dentro de ese adjetivo cabe todo. Fue construida como una sinagoga, pero la comunidad judía no quedó satisfecha con el resultado y rechazó el edificio. Destaca en pleno centro histórico de la ciudad, elevándose por encima de los 160 metros, con una cúpula cuadrada de tamaño desproporcionado y una aguja casi tan alta como el propio edificio. Sin embargo, no se dejen engañar. La Mole Antonelliana convive con el espíritu de modernidad de la urbe. Es el símbolo del progreso de una ciudad que encabezó la unificación italiana, que sirvió de ejemplo para Florencia y Roma, que se despertaron una mañana bajo la bandera tricolor de la familia Saboya.

Hoy alberga el museo del cine. El aspecto lúgubre del interior contrasta con las formas rectas de la fachada. Es también un lugar célebre por el misterio. Cientos de personas que viven atrapadas por el ocultismo esperan la llegada del Anticristo justo debajo de la aguja sostenida por su cúpula. Materia suficiente para que Eco escribiese una secuela de El péndulo de Foucault. No es fácil para una ciudad transitar por la modernidad, ser el emblema del progreso italiano, a la vez que custodia con cierto orgullo la Sábana Santa. La catedral de Turín es el contrapunto a la Mole. Del siglo XV, el campanile está separado del cuerpo de la basílica, cambiando también el color. En su interior se impone la austeridad y la luz es tenue, como si el día estuviera a punto de romper. Apenas un paseo separa ambas construcciones en las que bien podría sincretizarse la historia de Turín.

Pero su mayor espectáculo descansa al otro lado del Po. Hacia Superga, la basílica donde reposan los sepulcros de la familia real, crecen los bosques y el aspecto de la ciudad se vuelve alpino. El viajero pierde la orientación al caminar por los arroyos que desembocan en el río. Cree estar en un medio natural salvaje. Pero no. Camina por la ciudad más viva de Italia. Su afán por la melancolía cubre al viajero como si se tratase de lluvia. Busca un paraguas. En lo alto de Superga encuentra la ciudad mojada. Bella como siempre la leyó en los libros.