Habíamos pasado la tarde en Burano. Volvíamos en un 'vaporetto' vacío por la laguna en dirección a San Marcos. Era marzo. Había llovido durante el día y eso imprimía en el ambiente un aspecto de soledad y belleza. Las nubes grises se disipaban en el cielo, dando una última tregua a los espectadores del atardecer, que veríamos el sol antes de la noche. Parece que lo estoy viendo. La luz de la tarde se resbala por los edificios húmedos. Es cuando las fachadas exhalan toda su vistosidad. El Campanile se alza por encima de la multitud de islas.

El mármol del Palacio Ducal brilla con fuerza, con tonos oscuros como si estuviese recién extraído de la cantera. Los turistas han abandonado los canales y se afanan en sus hoteles, dispuestos a no volver a salir, temerosos de la lluvia. Pero Venecia es una ciudad acuática en todos sus sentidos. La Plaza de San Marcos exhibe todo su potencial bajo la lluvia. Las cúpulas de la catedral, a medio camino entre Bizancio y Roma, brillan con el color del plomo. Hacia la laguna, los barcos se alejan, como si en lugar de cruceristas llevasen especias y comerciantes. Venecia vuelve a ser lo que era hace siglos, un imperio sin armas pero con monedas de todos los países, y alarga sus canales a miles de kilómetros. Hasta Alejandría y Jerusalén la gente habla de Venecia.

Existe un único lugar en el mundo donde se reúnen todos los elementos que hacen a Venecia la ciudad más hermosa del mundo. Y no está en Venecia, sino en una de las islas que se diseminan por la laguna. Hablamos de Torcello, el primer asentamiento que derivó siglos después en la Serenísima. Entre canales, como se abre paso la vida en este rincón de Italia, se encuentra la basílica de Santa María de Assunta, construida en el año 1000. El mosaico del ábside representa a la virgen de azul sobre un fondo dorado. Es el mismo color que se brilla en el interior de la Catedral de San Marcos, pero la soledad de Assunta nos hace viajar a un tiempo de religiosidad callada, de miedo a Dios y a la belleza. Venecia es la extensión de ese mosaico, sobre todo en los días de lluvia.

Llegamos al muelle frente a San Marcos. Más allá de la plaza, los canales se retuercen formando miles de islas presurosas. Los palacios luchan por mantenerse erguidos. Venecia está herida de muerte. Es un náufrago a la deriva en un leño de madera. Sus cimientos se hunden porque ha sido construida sobre limo y barro. El nivel del agua sube y el resultado final no puede ser otro que sumergirse para siempre en el fondo del mar.

Paradójico, la ciudad que creyó dominar los mares acabará sus días bajo las olas. Pero vivimos mientras nos dejen. Frente al muelle de San Marcos, contemplamos la isla del lido. Nos separan unos cientos de metros y los barcos cruzan a todas horas la linea imaginaria. Allí se encuentra la playa a la que acuden los famosos en los días de festival de cine. Nosotros damos la espalda al lujo actual porque nos sentimos mejor en las postales de Tintoretto, asomando la cabeza por una ventana que da a un canal.

Por muchas veces que se haya visitado Venecia, el viajero siempre se perderá. Sus canales van cambiando la orografía de la ciudad y sus barrios se dan la espalda. Días antes habíamos paseado por Canaregio. Es la menos veneciana de las islas. Allí se instalaron los judíos sefardíes que echaron de España y después de Roma. Se dedicaron al cambio de moneda y a la encuadernación de libros. Hoy pocas de sus calles hablan de aquellos días. La lengua española que llevaban cosida a la boca se fue deslizando hacia el sur, en barco, hacia las costas de Ragusa, Sarajevo, Tesalónica, hasta los barrios pobres de Constantinopla. Venecia fue el alfabeto que necesitaban los judíos sefardíes para sobrevivir a un doble exilio. Allí crecieron y multiplicaron la ciudad en cada rincón al que marcharon. El gueto hoy está salpicado de plazas donde los niños juegan al fútbol y los turistas descansan bajo un árbol. La historia ha sabido encontrar un término medio entre el éxito y el fracaso.

Nosotros nos dirigimos hacia la Academia. Cruzamos el Gran Canal que inventó Canaletto a partir de un pincel. Frente a nosotros se alza el edificio, el museo que guarda una de las mejores colecciones de pintura del mundo. Pero tras cada tela hay una historia, y todas hablan de marineros en paro. En el siglo XVI, los venecianos decidieron utilizar las velas de los barcos que estaban encallados en el puerto. El descubrimiento de América había cambiado las rutas comerciales y Venecia empezaba a perder protagonismo en la historia. El exceso de tela había provocado que la industria se fuese a pique. El comercio por Oriente estaba agotado. Fueron los pintores del XVI los que dejaron a un lado la tabla y empezaron a pintar sobre velas usadas. Nació así la pintura al lienzo, que combinada con el óleo flamenco daría al mundo del arte la fórmula más perfecta para expresar la belleza. El hombre ya no debería construir mosaicos como el de Assunta para rendir culto a la perfección.

Le bastaba un trozo de vela que en tiempos mejores habría arribado en Heraklion o Beirut. Pero no se dejen engañar. Venecia siempre fue hermosa, con teselas en un ábside o colgada en un museo. Solo el agua puede hacer que perezca esta armonía decadente. El agua que durante siglos le ha permitido ser la primera de todas las ciudades del mundo.