Pocos son los héroes que sobreviven. La muerte en batalla, el final honroso de todos ellos es la victoria contra el olvido. Nadie celebra a un héroe que pasa sus días tumbado al sol, leyendo relatos sobre lo que hizo o dejó de hacer, matando moscas con la espada oxidada y combatiendo el insomnio con la pesca en la orilla de la playa. La épica requiere sacrificios. Al menos, la expiración en el campo de batalla. Hércules se abrasó por los celos de su mujer.

Aquiles ni siquiera pudo atravesar las murallas de Troya cuando una flecha le despojó del tendón de la vida. A Agamenón le esperaba la traición en su cama de matrimonio. Y así una multitud de nombres que todavía deambulan por los Campos Elíseos con cara de estúpidos porque les dijeron que debían morir jóvenes para ser recordados. ¿Qué sucede entonces con el cobarde de Ulises?

El protagonista de La Odisea no solamente sobrevive a todas las aventuras disponibles en el imaginario griego, sino que pone fin a sus días sin la gloria que se les exige a los héroes. Se pavonea el viejo Ulises, con el cuerpo lleno de cicatrices, caminando por la arena del mar y bebiendo vino antes de una larga siesta. Es el rey de una isla pequeña. Insignificante. Ni siquiera es la isla más grande del archipiélago. Cefalonia, a apenas quince minutos en lancha motora, es cuatro veces más grande. Incluso más bonita, según el juicio de algunos viajeros. Pero el reino de Ulises no es de este mundo.

Al menos, no el de las espadas y los escudos. Es un pensamiento mucho más mundano que solamente entendí cuando pisé tierra en el puerto de Vaty, apenas un embarcadero y unas cuantas casas. Ulises reina en la belleza de la contención. En las calles tranquilas donde un par de niños juegan al fútbol. El lugar donde las olas del mar apenas agitan un paseo marítimo lleno de pescadores y el olor a romero agita al atardecer el corazón de los viajeros.

Ítaca existe, a pesar de Homero y de Kavafis. Y no es un territorio literario, tal vez el más grande que jamás se haya creado en la literatura. La isla de Ítaca desconoce las multitudes porque está al margen de los destinos turísticos. Los cruceristas atracan en Corfú y pasan de largo. Vislumbran la isla al amanecer, cuando apenas se intuye una luz. Una isla sin faro ni puerto, donde las ovejas recorren los riscos echando de menos al Cíclope.

La vuelta de Ulises contada en La Odisea supone la humanización del héroe, que tiene la mala suerte de sobrevivir, pero también la pervivencia de Ítaca. No hay Ítaca sin aquel gesto de cobardía de Ulises. Nadie recuerda la patria de Aquiles. ¿Quién visita el lugar del nacimiento de Hércules? Ni siquiera el viajero puede mencionar la isla donde Afrodita nació de la espuma del mar. Pero Ítaca siempre permanecerá en la memoria de todo aquel que al menos haya leído un libro. E intentando contradecir a Kavafis, para quien llegar a Ítaca es un asunto menor, renuncié un verano a los Santorinis y Mikonos, al lujo y a las playas volcánicas, porque quién soy yo para no alabar al hombre que decidió ser pastor habiendo sido el primero entre los griegos.

Llegué a la isla por la mañana temprano. Tiene la forma de dos rombos, unidos por un estrecho istmo. Alquilé un coche, a pesar de las advertencias de la agencia, que avisaban de que la mayoría de las carreteras eran de un único sentido y estaban construidas por el aburrimiento de las piedras. Nada de asfalto. Al norte de Ítaca hay unas ruinas arqueológicas. El viajero tiene la amable opción de vivir pegado a la literatura o de bajar a la tierra. Ambas son encomiables. Entre las plantas salvajes, se encuentra un palacio en ruinas que conserva la forma y ciertas piezas de cerámica. Le llaman el Palacio de Ulises. ¿Perteneció al héroe? Es indiferente. Al menos para mí.

Había sido construido en el siglo XIII a.C., casi contemporáneo a la guerra de Troya. La imaginación necesita poco más para alzar el vuelo. A un par de kilómetros aparece Lefki, la segunda población de la isla. Hay un par de bares y una escuela. Una iglesia ortodoxa que hace sonar las campanas cuando un viajero aparece por el horizonte, para homenajear la vuelta de su héroe. También un cementerio. La paz de los vivos es más intensa que la de los muertos. Y la fórmula del silencio funciona.

Entre Lefki y Vaty hay un puerto de montaña desde donde se contempla todo el mar Jónico y la península del Peloponeso. El vértigo de la belleza aparece en los ojos del viajero. A cada paso logramos entender en qué consiste sobrevivir a la guerra y cuán importante es no caer en el campo de batalla. En Vaty, a la hora del anochecer, algunos restaurantes empiezan a cocinar pescado al carbón. Se enciende la bahía y el pueblo se viste para pasar una noche más. Estuvo, hace tantos siglos que no hay memoria para contarlos, desvelado por la vuelta de su héroe.

A Ulises, vestido de vagabundo y con tantas heridas en el cuerpo que le desfiguraban el rostro, solamente lo reconoció su perro, Argos, que salió a recibirlo antes de morir. Ya ha anochecido y el mar se ha vuelto más intenso. Algo parecido debió sentir Ulises, ya viejo, recordando que él había sido sustancia principal de ese mismo mar. El que ahora contemplo yo, apagándose con la noche. Y a lo lejos, ladra un perro. Es el único sonido de la isla.