Comprendí que el verano era un estado mental de la infancia aquel agosto de mi primer año universitario en Granada. Yo no fui un mal alumno durante el Bachillerato. Me apasionaba absolutamente todo lo que tuviese que ver con los libros. Sin embargo, mi vida comenzó a complicarse en el momento en que tuve que elegir. Por alguna extraña razón que ya he olvidado, decidí estudiar Física, y creo que fui injustamente castigado por los dioses de las Letras. Caí en una especie de maldición con forma de sala de estudio mientras otros consumían sus tardes tomando mojitos en piscinas comunitarias.

El verano al que hago referencia descubrí una Granada que nada tenía que ver con aquella ciudad maravillosa y laberíntica de los meses escolares. La magia de sus calles, el embrujo misterioso que tanto me había cautivado, se convirtió en una bola de fuego. El único refugio en ese infierno deshabitado era un pequeño videoclub al que acudía cada tarde después de mi cita ineludible con la ciencia. Para mí era una especie de paraíso de películas desordenadas a medio camino entre la facultad de ciencias y la residencia donde me hospedaba.

Uno de esos días encontré, de pura casualidad, El séptimo sello. Aquella muerte medieval agazapada entre otros títulos, «tan callando», parecía estar acechándome. No dudé en alquilarla y esa misma tarde el cine de Bergman ya me había conquistado. Me quedé clavado en la playa saturnal donde Max Von Sydow comienza a jugarse la vida en una partida de ajedrez, y siento que nunca he podido abandonar ese lugar.

Algunos años y muchas películas más tarde, mi obsesión por el director me hizo trasladarme durante un curso a aquel país de Gritos y susurros. Susurros por los suecos. Su lengua suena como una flauta mágica, en sus calles corren dulces melodías que siempre te alegran la existencia. En contraposición, los gritos de todos nosotros, los erasmus que tanto daño le hicimos a ese paisaje sereno de lagos y de bosques. A pesar de los ruidos y otros actos vandálicos inconfesables, aún tuve tiempo para comprender que no había en la filmografía de Bergman ni un ápice de ficción, que su obra era un profundo análisis de su sociedad.

Uno de mis mejores recuerdos fue sin duda el cineclub organizado por la Universidad de Linköping. Dedicaron un trimestre a estudiar la figura de Bergman. Por supuesto, todo se proyectó en versión original y sin subtítulos. Imaginen. Yo asistía a los pases sin entender absolutamente nada. Mis conocimientos de sueco nunca fueron más allá del saludo y de la sonrisa. Y sin embargo, me sentía como en casa en aquel paraninfo cinematográfico. No necesitaba las palabras para entender la desolación de esos planos tan solemnes que hablaban de mis sentimientos más profundos.

El momento más especial llegó con Un verano con Mónica. Me paralizó aquella joven chica entregándose a los placeres del sol. Esa imagen veraniega estaba muy lejos de la Suecia que yo conocía. Para mí solamente existía el invierno, su noche perpetua, abrumadora, siempre con el termómetro varios grados bajo cero.

Mi encuentro con Mónica marcó el resto de mi estancia. De repente se instaló en mí un hambre voraz por conocer el verano de la película. Pasé los meses siguientes mirando el calendario, atrapado en una especie de penumbra. Ahora lo veo y lo escribo en unas escasas líneas pero los días no se terminaban nunca. Hasta que sucedió ‘otro milagro de la primavera’ y la luz terminó por imponerse. La universidad comenzó a poblarse de imitadoras de Mónica que aprovechaban los descansos de las clases para abrazar los intensos rayos de la mañana como si se tratase de esos lagartos de las Islas Galápago. Finalmente, esa tierra melancólica esbozaba una sonrisa.

Antes de volverme a España quise conocer el lugar donde se filmó la película. Llegué a mi destino a las dos de la madrugada. Un cielo azul cobalto como el del amanecer de El manantial y la doncella terminaba con toda esperanza de noche. En ese lugar pasé mis últimos momentos en Suecia, tratando de visualizar la mirada de Mónica frente a un mar apacible y una sinfonía de pájaros desvelados. Pero allí no quedaba nada. Lo único que alcanzaron a ver mis ojos fueron unos billetes de avión con mi nombre impreso. El verano alcanzaba su plenitud y una biblioteca gigante repleta de suspensos me esperaba más allá de ese horizonte metálico.