En las películas de Kusturica suele haber una escena de locura. Una fanfarria que irrumpe en el plano, con una música estridente y pegadiza. Los personajes están disfrutando de una velada bajo los árboles, iluminados por farolillos de colores. Los hay rojos, verdes, amarillos y azules. La trompa hace un solo y todo el mundo se pone a bailar. Corre la cerveza a raudales y en determinado momento los fuegos artificiales ponen el colofón a una noche de fiesta. Es el carácter balcánico. La pasión desmedida por la celebración. Con las trompetas se eleva la vida a sus últimas consecuencias. La muerte ya ha estado demasiado presente como para evocarla.

Gornji Grad es la parte alta de Zagreb. La colina domina todo el resto de la ciudad. Actúa de centinela y de fortaleza. Son unas cuántas calles en cuesta, decoradas con enredaderas y hojas de parra. Suelos empedrados por donde no pasan los coches. Las terrazas ocupan un lugar privilegiado en la vida de los croatas. A partir de las siete de la tarde se sirve vino y cerveza.

Los ejecutivos salen de sus negocios y antes de bajar a la parte baja de la ciudad se detienen en los bares. Conviven los turistas con los jóvenes. Ya va acabando el verano y los agramitas aprovechan las últimas horas de sol. Los días son más cortos. Justo antes de que anochezca, a la altura de Strossmayerovo šetalište, la alameda encaramada al precipicio que aísla la parte alta de la baja, aparece la fanfarria y se encienden los farolillos. Última noche de fiesta en Zagreb.

Desde Gornji Grad el viajero alcanza a contemplar las mejores panorámicas de la ciudad. Al este encuentra la catedral, de estilo gótico. Tras semanas de contemplación ortodoxa, Cristos iluminados por la luz de una vela, volvemos a la exuberancia católica, en un templo que mezcla el gótico y el barroco a partes iguales. Aunque para eclecticismo, la iglesia de San Marcos vence a cualquier edificio de la ciudad. Al lado del Parlamento, se la conoce por su tejado de dos aguas, decorado con cerámicas de los reinos unificados de Dalmacia. Un emblema nacional que une dos sellos distintivos en Croacia: la pertenencia al Mediterráneo y la fe católica.

A la alameda empiezan a llegar los curiosos. Los jóvenes toman sitio en los bancos de madera y la cerveza se sirve en jarras de cristal. El viajero cree entender la forma de ser de los agramitas, tan diversos a los croatas de la costa. Mucho más cerrados, el aire eslavo ha calado en lo profundo de su carácter. Desde ese mismo punto, en las alturas, cualquier ciudadano pudo contemplar, en el mes de diciembre de 1991, los bombardeos que el ejército federal yugoslavo lanzó sobre la parte baja como represalia a las aspiraciones de independencia de Croacia frente a Yugoslavia. La guerra había empezado y ya estaba llamando a las puertas de la capital.

La historia reciente es indisoluble de la realidad del país. De todas las capitales balcánicas, Zagreb es la que mejor ha suturado sus heridas. Pero lo ha hecho con cierto aire de superación que se mezcla con la amnesia. No encuentra el viajero que llega a Zagreb mayor memoria de la guerra que monumentos nacionalistas. Poca reflexión en las estatuas de Franco Tudjman. Ciudades como Sarajevo sí son una constante revisión moral de aquellos años finales del siglo XX. En Croacia todo es victoria. Y más después de su adhesión a la Unión Europea.

No es fácil cohabitar con una presencia tan dolorosa como la de la guerra de los Balcanes. Desde las mismas terrazas de Strossmayerovo šetalište, al lado del teleférico para turistas, los habitantes de Zagreb pudieron presenciar otro bombardeo. En esa ocasión lo provocaron paramilitares de los serbios de Krajina, una república fundada en territorio croata sin reconocimiento internacional. En ese mes de mayo de 1995 fallecieron siete personas y más de doscientas resultaron heridas.

El viajero debe imaginarse el dolor y el miedo. Los cohetes cayendo en la ciudad, pendientes del azar de la pólvora. Afortunadamente, son otros los sonidos que conmueven la noche de Zagreb, veinticinco años después de la guerra. Gornji Grad es la representación de un país complejo que sabe conservar su tradición y adaptarla a los nuevos tiempos. Las alamedas ya están iluminadas por los farolillos.

Hay fanfarrias cada doscientos metros, pero ninguna se pisa en sus conciertos de veranos. Los turistas conviven con los lugareños y les demuestran que más allá de la costa Croacia tiene mucho que enseñarle al mundo. Los quioscos preparan los cevapi de carne y verduras, una herencia otomana que aún llena de olores orientales la cocina eslava. Suenan canciones gitanas con sordina. Dejan de existir los relojes. Se está acabando el verano y Zagreb, que sobrevivió a la guerra, decidió que todas sus noches no estarían supeditadas a las agujas del reloj, sino a los empujes de un trombón.