Le sienta bien el invierno a Praga. Cayendo los copos de nieve a cámara lenta, guardábamos cola para acceder al viejo cementerio judío de Josefov. Las calles del ghetto son tan estrechas que la nieve se acumula sin dificultad en las aceras. En apenas unas horas ya había un palmo alfombrando el pavimento y haciendo el tránsito imposible. Es, además, un barrio con tanta historia como desgracias. Un espejo roto de Europa que, a pesar de las purgas, ha sabido mantenerse orgulloso en el corazón de la capital de Bohemia.

Los protocolos de los sabios de Sión fue un libelo antisemita que se publicó en 1902 en Rusia. Sus ediciones corrieron como la pólvora en todos los países de Europa. Constituyó la argamasa necesaria para que años después se construyeran las cámaras de gas. Su éxito editorial en Alemania, Polonia y Francia desembocaron en una ola de odio al mundo judío que recordaba a las cazas medievales, cuando se les acusaba de haber envenenado pozos o raptado a niños. Los Protocolos son una enumeración irrisoria de mentiras. Los judíos tienen el plan de dominar el mundo. Desde hace siglos, se reúnen en secreto en el viejo cementerio de Praga, donde ultiman su asalto. Los conspiradores son rabinos octogenarios de grandes barbas blancas y narices ganchudas que con sus largos dedos aspiran a atrapar el globo terráqueo. Es el siglo XX, la centuria de la ciencia y del progreso.

Al poco logramos entrar en el cementerio. Pasábamos las manos sobre las lápidas para quitar la nieve y poder descifrar la identidad de las tumbas. Estaban escritas en hebreo y la mayoría habían sido borradas de la memoria colectiva de la comunidad judía. En efecto, el cementerio viejo de Praga es en sí un milagro. Su resistencia tozuda a perseverar lo ha convertido en un reducto de la nostalgia. Un mundo caído y que aparece entre la tierra cada vez que alguien remueve con sus pies la arena. Los primeros enterramientos se llevaron a cabo en el siglo XV, al costado de la sinagoga principal. Poco después, el recinto demostró sus limitaciones. La comunidad judía de Praga crecía a un ritmo superior al del espacio necesario. Y también al de los muertos. En apenas unos años, la comunidad se vio encerrada en sus propios muros, sin más terreno que añadir al cementerio. Comenzaron entonces a enterrar sobre capas de tierra, una encima de otra, como torres de Babel mortuorias. Llegaron a sobreponerse doce capas. Aún hoy siguen apareciendo nuevas tumbas, como si el interior de la tierra devolviese cada cierto tiempo una lápida prestada.

Arreciaba la tormenta de nieve, que ya no caía como bolas de algodón. Caminamos hacia la sinagoga española, un templo con aires arabescos de la arquitectura del sur de España. En la entrada, una estatua dedicada a Kafka representa a la perfección la obra del mejor escritor que jamás ha tenido la región de Bohemia. Se trata de un hombre sin cara y sin manos que porta otro hombre, esta vez más pequeño, en los hombros. Es la multiplicidad del ser. El absurdo de una escritura que representa unos tiempos oscuros, más absurdos si cabe que las del señor Samsa, asombrado una mañana al convertirse en un insecto.

Salimos del mundo judío, tan absorvente que deja al viajero exhausto. Hacia el puente de Carlos la ciudad gana en elegancia. Las calles se ensanchan y se llenan de boutiques caras y cafeterías que venden chocolate caliente. Las estatuas del puente tiene un color azulado, como si fuesen miembros congelados del río Moldava. Algunos turistas se detienen a contemplar el transcurso pausado de la corriente, que parece detenida. El puente de Carlos es un museo al aire libre, una calle que recoge toda la belleza que puede albergar el centro de Europa. Pero también une dos mundos. A un lado, Stare Mesto, el centro histórico de Praga, continúa con su ritmo encorsetado de iglesias y de museos, mientras que en la ribera opuesta, Mala Strana se abre al viajero como un mundo moderno que se desentiende de la historia.

Perderse en Mala Strana fue fácil porque el visitante ya no se siente sepultado por los siglos. Es un barrio donde las cervecerías sacan sus terrazas a la calle, sin importar la temperatura. Jean Neruda, el novelista que pasó toda su vida en los límites de Mala Strana, gana en popularidad a Kafka, más célebre en los rincones históricos de Stare Mesto. Entre el río y el castillo, la gente joven hace del lugar un conglomerado étnico, a la altura de otras grandes capitales europeas. Mala Strana representa la vía de escape de la ciudad, el lugar donde los praguenses pasan desapercibidos y beben cerveza a cero grados mientras les cae la nieve encima. Dos realidades separadas por un río: en Josefov se celebra la muerte y se extraña la vida; al otro lado del Moldava, a la muerte no se le está permitido el paso.