En el café Hafa los jóvenes acuden a pasar la tarde. Beben té y comen pipas durante horas, hasta que el sol se pone al otro lado del Atlántico. Es un momento alejado de misterio. Los tangerinos están tan acostumbrados a este atardecer que ya no guardan silencio en el momento culminante. Se queman los dedos al sujetar la taza de té a la menta y miran al frente hasta que la masa de tierra se convierte en bruma.

Pocos lugares hay en el mundo donde se pueda contemplar dos continentes. Acaso Estambul, pero Tánger conserva el beneficio de ser una ciudad pequeña, aunque de gustos exigentes. En efecto, Tánger ha sido siempre un verso suelto en la geografía de Marruecos. Un asentamiento europeo en las costas africanas. La ciudad durante siglos fue cuna de inmigrantes y exiliados. Desde los judíos sefardíes que abandonaron sus casas de Castilla en 1492, durante el siglo XIX se convirtió en el centro mundial de la diplomacia internacional. Los nombres del Kaiser Guillermo II aún resuenan en sus hoteles y salones. Por sus calles se decidió el mundo, ante la atenta mirada de los pastores que venían del interior a vender su mercancía. Tierra de traficantes, los enemigos jugaban en los casinos codo con codo. No hay espía que no conozca como la palma de su mano la casba, con tiendas de alfombras en cuyo interior se escondía la dirección secreta de un general nazi.

Ahora los tiempos han cambiado. Tánger no es la ciudad internacional de antaño. Los diplomáticos han abandonado las misiones y los únicos extranjeros que se ven son turistas o empresarios franceses y españoles, que especulan con los terrenos para construir residenciales de lujo. Pero el café Hafa es un territorio sagrado de la juventud. Nabil está sentado en la parte de arriba. La arquitectura del café es sencilla y natural. Han aprovechado el acantilado que da al océano y el lugar se estructura en diez pisos superpuestos. El viajero que llega hasta allí siente el vértigo de la altura y la grandeza de la humanidad. Casi puede tocar con los dedos Tarifa y el teatro romano de Baelo Claudia. En el Hafa se fuma hachís de alta calidad, pero Nabil lo rechaza. Ha estudiado en España y en Francia. Es un joven que ama profundamente a su país, Marruecos y que lo quiere ver progresar como lo ha hecho en los últimos tiempos. Pero pide más. Tánger, nos dice, es la ciudad más moderna de Marruecos porque partía con la ventaja de ser una recién llegada. Nunca se habían visto pasear por Tánger mujeres con hiyab y en lo que va de tarde ya hemos visto unas cuantas. Nabil se escandaliza porque esa moda es importada y teme que se imponga. Una mala noticia para Tánger.

Lo encontré en el Cinéma Rif, la plaza del Zoco antiguo. Nunca fuimos grandes amigos pero es de las personas que uno agradece haberse encontrado por el camino. Yo ya conocía Tánger de viajes anteriores, porque quien ha tenido la suerte de recorrerla sabe que es un pecado no volver. Por geografía, es más una ciudad al sur de España que la de un país extranjero. Tan solo media hora de ferry. En el Cinéma Rif ponen películas francesas y es frecuentado por estudiantes extranjeros y tangerinos que hablan francés. Uno tiene la sensación de estar en un café de Marsella, con las palmeras rodeando la plaza y el bullicio de la casba en hora punta. Era el lugar perfecto para encontrar a Nabil.

Se ofreció a acompañarme en un paseo cultural. Consiste este concepto viajero en conversar de la vida, de libros, del pasado y de viajes mientras recorremos la ciudad. La vista se agudiza y surgen otras lecturas nuevas para su arquitectura. Lo primero que visitamos fue el cementerio judío, vandalizado en los últimos años. Es un lugar de paz y silencio. Custodiado por dos guardias que aparcan sus coches en la entrada, los restos de la comunidad judía de Tánger descansan mirando al mar. La piedra blanca comparte las inscripciones del alifato con los apellidos españoles. Una vida común que llevó a los Levi, Ángel y Pérez a contemplar el mar desde el otro lado del mundo.

Después, tomamos rue d'Italie hasta el punto más alto. Es una calle imprescindible para entender Tánger. Se encuentra en cuesta y los comercios florecen como setas. Se puede comprar de todo. La calle termina en las puertas de la muralla, al lado de la tumba de Ibn Battuta, el mayor viajero que ha tenido el mundo árabe, que visitó la India y China porque no había ciudad que le fuese ajena. Los edificios han cambiado. Las calles estrechas se han convertido en chalets ajardinados. Nabil nos dirige hacia el acantilado, hasta llegar a las tumbas púnicas, de las que queda solamente el agujero en la piedra.

Tánger ya queda a la derecha. El camino hasta el café Hafa está lleno de jóvenes que venden hachis. Suena una música suave y de vez en cuando los minaretes llaman a la oración, pero son pocos los que dejan su oficio para entrar en la mezquita. Encontramos sitio en el acantilado y pedimos té a la menta. Al otro lado del océano contemplamos la segunda columna de Hércules y el remolino que forma en el agua la confluencia del Mediterráneo y el Atlántico. Desde los fenicios, la gente lleva miles de años observando aquellas luces que se encienden con la llegada de la noche.