El narrador de la isla del Guinardó, con sus acantilados en cicatriz de postguerra y su marea inmigrante, hubiese sido de mayor un fabuloso Long John Silver de estatura bronca, como el que tanto le fascinaba en su infancia alrededor del desierto del Oeste y las aventuras con esgrima del Zorro y Fu-Manchú. Sin embargo fue en su juventud el chato suelto de la gauche divine a la que sedujo con monosílabos de Rulfo, igual que piedras de hielo que chocan secas en el vaso de whisky. Tuvo mano izquierda en su lucidez con gesto de boxeador contra todo, eficaces contragolpes de humor, y de soslayo los silencios con los que se aprende. Fue Juan Marsé el obrero en gracia para una bohemia pija y su revolución de lecturas, de la que retrató psicológicamente con mirada de Goya sus secretos, sus bellezas y sus contradicciones a pie de noche y deseo. Hombre de frontera hizo también neorrealismo de claroscuros con los naufragios del barrio, los personajes de calle a cuestas sus derrotas y la supervivencia empinada, y fabuló embrujos inventados de Shanghai desde postales con letra de cine.

Son estos los lienzos de la narrativa del escritor cuyo destino se subió a un taxi para cambiarle el rumbo y regalarle un doble: Juan Faneca Roca adoptado como Juan Marsé. Un nombre para algunos de sus identidades de ficción, y otro para expresar compromiso y denuncia en un mapa existencial de ladrillo visto, calles de polvo con cenizas de república, rápido asfalto a medias para salir hacia delante de lo que se podía, una taberna en esquina donde reunirse los vivos y los fantasmas, y un cine, el Rovira, que entonces era la única patria a la que de verdad rendirse.

De bonito este lápiz al carboncillo a lo más concreto posible para definir a Marsé como el escritor bruñido a sí mismo con quilates de Camus y quilates de Stevenson. Desde ese mestizaje construyó la equis de su escritura explorada desde fuera y desde dentro, tallada con mucho lápiz de por medio («fracasar bien, fracasar mejor», era uno de sus lemas) y con un personal lenguaje bilingüe: lo real, lo herido, lo imaginario, lo abandonado, la infancia de los proscritos y la amarga huella adulta de la memoria histórica, la individual, la transversal y las trampas que a todas le hace la imaginación.

Son los ejes de todas sus historias, en las que siempre hay un combate y subyacen el espíritu ético y la soledad del perdedor, a caballo o en su moto por dentro de la noche y de los mundos de atrás de Barcelona. Su territorio, su amante, y también su poliédrico personaje.

Los tipos de barrio se delatan cuando después de descorchar una cerveza limpian la boca del botellín como si le quitasen el carmín al primer trago. Lo hacía Marsé, igual que el Pijoaparte de sus Últimas tardes con Teresa (Premio Biblioteca Breve de 1965), cava de novela picaresca, folletín rubio platino y esencia del Quijote soñador de ficciones con las que arreglar la hostil realidad. La novela con la que nos regaló un perfume cultural y sentimental, el erotismo como clima y metáfora de seducción para penetrar en la sociedad.

Una sexualidad presente en todas sus tramas: refugio y libertad frente a la claustrofobia juventud sin sueños de Encerrados con un solo juguete, su debut literario; a modo de transgresora transacción en la espléndida narrativa de la esmeralda El amante bilingüe donde compone un divertimento de máscaras con el magnífico impostor Faneca en su cruzada charnega de reconquista del amor conyugal, y en cuya parodia del nacionalismo lingüístico deja patente Marsé que «la verdadera patria de un escritor no es la lengua, es el lenguaje».

Igualmente el sexo late sórdido sin vena de romanticismo en el topacio de Si te dicen que caí, aguafuerte dramático acerca de la pérdida de ideales, de la moral, el tiempo de revancha y la dura despedida de la infancia. Esa edad de frontera protagonista incluso en sus joyas pequeñas de apariencia pero no de brillo ni peso como los cuentos Teniente Bravo e Historias de fantasmas que hicieron de puente para sus últimos libros: Rabos de lagartija, Canción de amor de Lolita's Club y el maravilloso Caligrafía de los sueños, su diamante de más valor autobiográfico y de prosa magistral en torno al chico adoptado que soñaba con ser pianista o Ringo pistolero, a la señora Mir en eterna espera de una carta del hombre con el que cree que hubiera sido feliz, en un canto a los sueños y a la esperanza en medio del azar que lo mismo juega en contra que a favor.

Nunca pensó el indomable lobo de bolígrafo Bic punta dura y Olivetti de trinchera, arisco de saraos y al que nada le gustaba hablar de la faena de escribir, que sería en 2008 un incómodo Cervantes de chaqué.

El autor al que le debe literatura mi generación, ejemplo de forja y honestidad del rebelde.