Desde Ypres hasta Gante el terreno es llano y eso permite que el tren alcance velocidad. En Bélgica, el ferrocarril es una seña de identidad. Hay más ferrovías que caminos de tierra. Los belgas supieron bien que la mejor forma de subsistir entre imperios era la de desarrollar un instinto comercial superior al del resto de europeos. Ya en el siglo XIX cambiaron las mulas de carga por los trenes de carbón y los viajeros se acostumbraron a dejarse llevar mirando por las ventanas. En el invierno de aquel viaje se alzaba una intensa bruma que llenaba de rocío el cristal. Los campos estaban mojados y a lo lejos se intuía el color de las amapolas, despertándose tímidas en el mes de marzo, como si ya fuese primavera.

Todo aquel que llega a Gante desde Ypres deberá guardar esa flor en la memoria. Ahora que la I Guerra Mundial va quedando como un conflicto más entre la multitud de guerras, solamente el color rojo intenso en la tierra mojada es suficiente para sugerirnos lo que significó. En los campos de Flandes es un poema decisivo en este aspecto. Fue escrito por un soldado canadiense, John McCare, que vio morir lo mejor de su generación en las trincheras donde hoy crecen las flores. Es precisamente el mismo recorrido que efectúa el tren, hasta entrar en la estación de Gante. «Jamás descansaremos aunque florezcan en los campos de Flandes las amapolas», escribió McCare y arreciaba la lluvia al bajarnos del tren.

Flandes es una región con tanta historia que no ha podido mantenerse unida en el devenir de los siglos. Hoy en día hay una parte que pertenece a Holanda, otra a Francia y la región más importante se ve condenada a compartir país con los valones de habla francesa. Bruselas, en medio, juega a hacer malabarismos para compensar recelos. Pero Gante puede que sea la más flamenca de todas las ciudades.

Y por ende, aunque jamás lo reconozca, la más española. La presencia de nuestro país en las calles de Gante va mucho más allá de la nostalgia regia. Carlos I nació en el castillo de Prinsenhof, hoy destruido, y pasó sus primeros años de vida en la ciudad. Pero el viajero no debería dejarse engañar por las historias y sí atender a la Historia. Flandes nunca fue un territorio conquistado por las armas ni por la diplomacia. Al morir Felipe el Hermoso, esposo de Juana de Castilla (la loca), la región pasó por herencia personal a las manos del príncipe Carlos. De forma simultánea, las calles de Valladolid, Toledo y Sevilla se llenaron de consejeros flamencos que administraban unas tierras desconocidas y de ambiente tosco y por las calles de Gante empezaron a circular las obras de Garcilaso, la vieja Celestina o el joven Lázaro de Tormes, cuya primera impresión tuvo lugar en la vecina Amberes.

Por eso Gante es un cruce de caminos. En el siglo XVI debió de ser una ciudad vibrante, repleta de reuniones cardenalicias presididas por el futuro papa, Adriano de Utrech, maestro del príncipe Carlos. Hoy, sus calles recogen un aroma de importancia pasada. Combinan los paseos en bicicletas con las cafeterías y cervecerías. El turismo aún no la ha acorralado como a su vecina Brujas, dicen que más bella para los que gusten de las postales. Una afirmación difícil de sostener cuando uno se sienta en la Sint-Baafsplein y espera a que le sirvan un café, con las fachadas blancas rodeándolo. La plaza es de dimensiones discretas, pero no necesita mayores alardes para ser grandilocuente. Está circundada por la catedral, el campanario y la Ópera. Una clásica plaza centroeuropea que imprime características propias para diferenciarse de las de Francia, Alemania u Holanda.

No necesita mayores pruebas Gante. A la catedral llegamos tras un paseo por las riberas de los canales. Brujas tiene la fama internacional de ser la Venecia del norte, pero a Gante no le hacen falta comparaciones. Sobre todo, si el peso es el de competir con Venecia. El paseante debe saber que Gante fue hecha gracias a una monarquía que nacía para sentar su trono muy lejos, en aquella Castilla de pastores, pero a cambió recibió las mercancías de los hijos de esos pastores que habían ido a probar suerte a América, el territorio recién descubierto. Por eso toda Flandes es una región rica y se vanagloria de serlo.

Un ejemplo decisivo es su catedral. El interior es un sueño gótico tardío que ya camina hacia la Modernidad. Pero el viajero se quedará paralizado ante la Adoración del Cordero Místico de Jan van Eyck. El políptico es el mejor reflejo de la ciudad. Los colores de sus calles impregnan la tabla. El rostro de sus personajes se cuela en la anatomía de sus gentes: la serenidad de Cristo es la misma que la de los comerciantes y transeúntes de una ciudad engreída y bella. En Flandes se cultivó la pintura que estaba llamada a revolucionar el mundo. Es el óleo, el mismo que adoptaron los florentinos y al que unieron los lienzos de Venecia. Fue su hedonismo el que la convirtió en un cristal delicado. En sus calles nacían emperadores y Cristo cobraba vida en una tabla. Como para no pecar de orgullo y sugerirle al viajero que si no se baja en la estación difícilmente encontrará el perdón.