Quería saber el motivo exacto por el cual el emperador Diocleciano abdicó del trono, dejó Roma con su tráfico y sus crímenes y se retiró hacia aquel rincón del mundo, alejado de todos y donde nadie lo pudiera encontrar. Dicen que pasó los días que le quedaban de vida dedicado a la jardinería y a contemplar el mar Adriático. Vicios mundanos no propios de un emperador, sino de un marinero, pero a esas alturas Roma era un monstruo tan grande que empezaba a devorarse a sí mismo. Diocleciano mandó construir un palacio de dimensiones excepcionales frente a la costa y apartado de la política, esperó a la muerte venir en una barca de pesca. Para aspirar a ese final tuvo que renunciar a ser un dios vivo, claro.

Hoy Split es una ciudad atestada de turistas. Nada queda del jardín de Diocleciano. Tal vez alguna de sus rosas son pisadas a diario por la multitud de cruceristas que bajan de los barcos y exprimen el casco histórico durante doce horas. Apoyan sus pies cansados en el mármol del templo de Júpiter, derraman café de Starbucks en lo que antes fue el peristilo del templo. Algunos apasionados escriben sus nombres, encendidos de pasión, como si emulasen ser enamorados epigráficos. Los restaurantes colapsan las plazas con sus terrazas y ventiladores de agua. El viajero que llega a Split debe combatir la estulticia de los cruceros, el desinterés general a la cultura y la fiebre de nuestro tiempo de fotografiar nuestra cara a treinta centímetros del objetivo. Es frustrante estar rodeado de tanta grandeza y no poder disfrutar en silencio de unas ruinas tan excepcionales como únicas. Pero el viajero contemporáneo debe lidiar con la plaga del turismo de masas, tremendamente irrespetuoso.

Split adquirió cierta relevancia en el pasado. Llamada el Spalato por los romanos, la urbe creció a raíz del Palacio de Diocleciano. Fue ganando importancia con el paso de los siglos. Como toda la región, a medio camino entre Bizancio y Roma, Split supo mantener una esencia latina que la invasión eslava no ha podido borrar. Uno camina por la ciudad con la sensación de estar en una villa romana de Campania. Rodeada de montañas escarpadas, no hay más salida que el mar, tranquilo y espumoso, que le ha dado la mayor riqueza de las posibles: el comercio. Fue veneciana, como toda la costa adriática, por eso hoy en día todavía depende de los barcos que entran y salen de su puerto.

Precisamente en el boulevard del puerto se reúne la gente más joven. De espaldas al mar y al atardecer, el Palacio adquiere una tonalidad anaranjada, el último regalo que el sol desprende del mármol. Grupos de música tocan jazz y poco a poco el entramado de calles estrechas se van vaciando. Es el momento en el que los turistas vuelven al barco. La soledad durará apenas unas horas. El tiempo en el que el crucero despejará la dársena y se perderá rumbo al sur, hacia Kotor o Patras, hasta que al amanecer atraque otro barco que llega de Zadar o Pula. Son las horas primigenias de Split. El momento en el que nosotros nos involucramos en la historia y nos convertimos en jardineros del emperador.

El peristilo es el punto neurálgico del Palacio. Consiste en un patio enmarcado por columnas. La entrañas de la antigua construcción presididas por una escalinata donde protegerse del sol estival. A la izquierda se encuentra la catedral de San Duje, construida sobre el antiguo Mausoleo del emperador, donde descansaban sus restos mortales cuando dejó de regar las rosas. Hoy es un edificio blanco que nos recuerda a Siena y otras ciudades de la Toscana. En el interior, la oscuridad se impone sobre el visitante, como si hubiésemos dejado Roma para entrar en Bizancio. En lo alto del campanario Split se pierde entre las montañas. Es una ciudad grande, industrial, que combina playas de arena fina con gargantas escarpadas hacia el este. En frente de la catedral, a apenas unos metros, hallamos el Templo de Júpiter, un resto pagano que se resiste a ser devorado por el tiempo.

Anocheciendo, las calles se vacían y la ciudad parece hecha exclusivamente para unos cuantos hombres. Los restaurantes apuran sus últimas comandas y Split respira aliviada. El frescor del mar recorre las calles, que zigzaguean hasta hacer peder la orientación al mejor de los viajeros. Hemos decidido pasar toda la noche en el antiguo Palacio. Venceremos al sueño y a los vendedores ambulantes que se abalanzan sobre el caminante solitario. Cambiamos el horario natural. Por las mañanas visitaremos la isla de Trogir, a unos cuantos kilómetros al norte, una embajada del Renacimiento en los Balcanes. Nos bañaremos en Rogoznika, otra isla que no conoce el turismo y donde los cementerios sirven como panorámicas al mar más azul posible. Y cuando vuelva a caer el sol, entraremos de nuevo en Split y recorreremos las calles de su Palacio. Solo a esa hora crecen las rosas que Diocleciano plantó en los últimos años de su vida.