El sol cristalino de diciembre se colaba por las ventanas de la sinagoga de Remuh. Aún quedaban unas horas para el anochecer. El tiempo de un paseo para encontrar las huellas judías de la ciudad. Remuh es una construcción de pequeñas dimensiones, con paredes blancas y techo de pizarra por donde resbala el agua en los días de lluvia. En el interior, la menorah siempre está encendida con siete llamas azules, en recuerdo de los funestos sucesos que nadie puede olvidar, décadas después.

El templo fue construido en el siglo XVI para una población judía que pronto creció desbordando los límites establecidos. La sinagoga parece pequeña, pero en ella conviven una escuela talmúdica, una biblioteca y cientos de placas que rescatan el nombre de antiguos fieles asesinados durante la II Guerra Mundial. Tras los muros, un patio adoquinado se llena de nieve en los inviernos más duros y al otro lado, el antiguo cementerio de Remuh invita al visitante a un paseo donde se impone el silencio.

Las primeras lápidas siguen las huellas de los judíos que llegaron a Cracovia, en el siglo XVI. En torno al año 1800 dejó de ser un lugar de enterramiento. Los muertos también crecían a un ritmo inalcanzable para los vivos. Con la invasión alemana, utilizaron las lápidas viejas lamidas por el musgo como murallas para el nuevo ghetto, al otro lado del río. Muertos viejos para encerrar a muertos nuevos.

Kazimierz es el barrio judío de Cracovia. Un lugar que reviste una belleza melancólica y fría. Situado en el epicentro de la historia de la ciudad, Cracovia mejor que ninguna otra urbe ha sido maltratada por las corrientes de la historia, en el difícil papel político y social de convivir entre los protestantes alemanes y los ortodoxos eslavos. Polonia es un país abrumadoramente católico y la ciudad exhibe orgullosa la catedral de San Wenceslao. Unos kilómetros al sur, la virgen negra de Czestochowa, pintada según la tradición por el apóstol san Lucas, es uno de los polos de peregrinación más importantes del cristianismo.

Hoy los turistas visitan las siete sinagogas de Kazimierz como un destino obligado. Los templos conviven con cafeterías y tiendas de recuerdos. Las calles se recorren en un tránsito silencioso de apenas unos minutos. Los árboles crecen y sirven de postales fotográficas para las pequeñas plazas que aparecen de la nada, entre callejuelas medievales.

Los edificios, hechos de piedra vieja, abren sus ventanas de madera coloreadas y sus habitantes pintan en los cristales palomas de la paz y candelabros judíos. El viajero debe hacer un esfuerzo para entender todo lo sucedido allí, que fue mucho. Sezeroka es la viva imagen de que el recuerdo venció a la barbarie. La calle mide apenas unos doscientos metros de largo. Entre jardines elegantes, las terrazas ofrecen al visitante los mejores ejemplos de cocina koscher y dulces polacos. Antes de que anochezca, decidimos adentrarnos un poco más por el laberinto que un día fue el lugar más triste de Europa.

En efecto, Polonia fue machacada durante la II Guerra Mundial. Mucho tuvo que ver el Pacto Ribbentrop-Mólotov, el acuerdo al que llegaron Hitler y Stalin para repartirse los restos del país en 1939. Divididos, los polacos quedaron a merced de dos maneras distintas de barbarie. Ambas impregnadas de terror absoluto. Cracovia se situó bajo administración nazi, grabando para siempre junto a su nombre el lugar más indigno de la tierra. No demasiado lejos, Auschwitz escuece como la sal en una herida abierta. La mayoría de los judíos de la ciudad acabaron sus días en las cámaras de gas, al igual que un millón de personas. El 24% de todos los asesinatos perpetrados durante la Shoah, fueron cometidos contra judíos polacos. Pero los alemanes no estuvieron solos. Mucho tuvieron que ver los propios polacos en las masacres de aquellos años. Un tema difícil de digerir en la actualidad.

El peso de coexistir con Auschwitz se hace duro. Sobre todo, porque aquellos años demostraron una sofisticación del mal inaudita. Los habitantes de Kazimierz fueron obligados a abandonar sus casas de piedra antigua y atravesar el río Vístula. Allí se construyó el ghetto de Cracovia, de una infamia insoportable. Durante años, 15.000 personas tuvieron que convivir en apenas 30 calles. No más de 320 edificios y 3167 habitaciones. Pero aquel lugar insalubre significaba solamente la antesala a Auschwitz. En sus calles, sin la elegancia de Kazimierz, las mujeres de los gerifaltes nazis acudían a comprar abrigos de pieles a bajo precio. De allí salió huyendo, arrastrado por la corriente del Vístula, un joven niño judío que décadas después se convertiría en el director de cine, Roman Polanski.

Hoy en día, la entrada al ghetto recibe al visitante con una plaza fría y desnuda, solamente vestida con sillas vacías, en recuerdo a las víctimas del Holocausto. El poco atractivo de sus calles conjuga la arquitectura industrial y la reconstrucción turística de la memoria. La fábrica de Oskar Schindler se llena de curiosos que se fotografían desde la valla. Un paseo de una hora nos dejó un regusto amargo. Es difícil imaginar el estado del ghetto en 1942.

Ahora nosotros paseamos por avenidas anchas y espaciosas, limpias y llenas de cervecerías que celebran la vida. En una de ellas, en la Pod Wawelem, nos refugiamos abrumados por el peso de la historia. Décadas después, de los adoquines de sus calles siguen emanando nombres e historias. Los llaman los hundidos. Cada uno de ellos, una pequeña Cracovia personal que despareció a los dos lados del Vístula.