Un hombre había emergido de las aguas. Llevaba el torso desnudo y su piel era de un color cetrino. Su generosa fisionomía y las pulseras de oro que le colgaban de la muñeca lo situaban en una casta superior a la de toda esa multitud que nos había acompañado en el viaje hacia el Templo Dorado, en el centro de Amritsar. Millares de mendigos nos habían tocado con una mezcla de miedo e inocencia los pantalones de lino hasta que en la entrada al lugar sagrado unos guardias los recibieron con bastonazos. En la casa de Dios no se pide limosna.

En el interior solamente se escuchaban los pájaros chapotear en el agua del estanque. El Templo Dorado es un lugar de peregrinación para los sijes, una religión minoritaria en la India que une conceptos filosóficos hindúes como la meditación y la espiritualidad individual, con la doctrina islámica del monoteísmo y la realización estricta de una serie de normas.

El resultado es una fe perseverante durante más de quinientos años en ciertas partes de la India y un pastiche de cultos que confunden al viajero, acostumbrado a entender el mundo religioso en blanco o negro. El Templo Dorado se asemeja a La Meca pero con aires hindúes. Los sijes visten de una forma particular: portan un turbante trenzado en la cabeza que no les deja ver el pelo y la barba larga tintada de rojo azafrán en muchas ocasiones. Portan también una daga como símbolo de tradición. Una melancolía guerrera.

El imperio Sij surgió en el siglo XVIII, hasta que la Compañía de las Indias Orientales, el brazo administrativo de Gran Bretaña, lo anexionó al vasto territorio colonial. Desde ese momento, los sijes han tenido aspiraciones independentistas en una hipotética región denominada Jalistán, en la actual Punjab, al norte, haciendo frontera con Paquistán. Tras una fallida declaración de independencia en 1980, el ejército indio ocupó el Templo Dorado, sagrado e inviolable, y perpetró una matanza en la que perecieron 500 personas. Años después, la presidenta de la India, Indira Gandhi, sería asesinada por uno de sus guardaespaldas, de etnia sij.

Pero en aquella mañana la historia quedaba fuera de los muros del recinto sagrado. Se respiraba una paz inusitada, tras dos meses en la India. El Templo Dorado brillaba con los primeros rayos de sol como si estuviese ardiendo. El templo, en el centro del estanque y al que se accede por una pasarela de agua, tiene cuatro entradas, símbolo de que el sijismo está abierto a todos los puntos de la Tierra. Nos pusimos en la cola. A pesar de ser muy temprano, casi daba la vuelta al complejo religioso. Había al menos mil personas paseando o esperando pacientemente su turno de comunicación celestial. Los sijes dejan entrar a los no creyentes en el lugar sagrado. En la cola no había más turistas que nosotros.

Nos miraban con recelo y también con expectación. Íbamos descalzos y con la cabeza cubierta, como obligaba el protocolo religioso. En el interior nos sentamos en una alfombra. Solamente se escuchaba el leve susurro de un religioso que rezaba a nuestro lado. Tras unos minutos, salimos del templo con la sensación de haber entendido mucho más de lo que habíamos leído durante los días anteriores. Hacía una mañana preciosa.

Los sijes son una comunidad acogedora. Tras visitar los santos lugares, los religiosos están obligados a hospedarte y darte de comer. Paseamos por los edificios que se abrían hacia el lago. Cada vez eran más los fieles que se sumergían en el agua para purificarse. Durante las horas que pasamos sentados observando a los peregrinos, tras días enteros de caminata por un mundo de piedras y desiertos, ciudades secas donde pulula el hambre, contemplamos un desfile de colores adheridos a los saris de las mujeres, elegantes y pobres, y los cuerpos desnudos de los hombres, recibiendo el primer baño en semanas.

Cerca queda la frontera de Paquistán y el paso fronterizo de Wagah, donde los militares de uno y otro país se miran a la cara en posición desafiante y se insultan, mientras el público de los dos bandos anima a su país. Un espectáculo grotesco para turistas faltos de safaris que contrasta con la paz y el recogimiento del Templo Dorado. Al norte, a una hora de camino, la región de Cachemira tiene al mundo en vilo, en una guerra anunciada siempre para el año próximo.

Un guardia sij nos condujo al comedor. Era la hora del almuerzo. Se trata de un palacio convertido en un pabellón de multitudes. Nos sentamos en el suelo. Apenas cabía nadie más. Todo el mundo rezaba una plegaria y varias personas distribuían una ración de gachas, chapati y arroz. Comíamos en el suelo, en un espacio que obligaba a convivir con el brazo de un peregrino y un niño pequeño en mis rodillas, observando el rostro de ese desconocido de piel clara. En pocos minutos, la sala se había vaciado y se preparaba para la segunda remesa del día.

Pasaríamos en Amritsar un par de días más. Tras los muros del Templo Dorado, la ciudad nos devolvía el caos de las semanas pasadas. El bullicio y la pobreza descontrolada. El oro en los ojos inmensos de los niños que peregrinaban todos los días por un plato de arroz.