Una novelista indaga en el desmoronamiento de su vida familiar y empieza por desconfiar del relato, sabedora de que la búsqueda de la coherencia formal al autonarrarse se convierte también con facilidad en una manera de rehuir la verdad sin paliativos. En Despojos (Sobre el matrimonio y la separación) Rachel Cusk (Toronto, 1967) se desnuda dos veces, la primera al desentrañar el trasfondo de su ruptura conyugal y la segunda al renunciar a los recursos de escritora para que el viaje a la profundidad de su propio fracaso no se quede solo en la apariencia. «Si alguien me preguntara qué desgracia me había ocurrido, es posible que yo preguntara a mi vez si quería conocer el relato o la verdad». Deja constancia así de esa problemática escisión, que sólo se resuelve cuando la forma de narrar se somete a lo ocurrido, porque «el relato tiene que obedecer a la verdad para representarla, lo mismo que la ropa representa el cuerpo».

«Para actuar como una madre, yo tenía que apartar mi personalidad, desarrollada con una dieta de valores masculinos». Esos valores proceden del momento en que «en la transición entre mi madre y yo, mi deber se había convertido en legitimarme a mí misma» con «las aspiraciones de mi padre (triunfar, ganar, proveer)», que «no se ajustaban del todo a las mías: eran como un vestido hecho para otra persona, pero eran las que había». Son, en definitiva, «los valores travestidos de mi padre y los valores antifeministas de mi madre. Por tanto, no soy feminista. Soy una travestida que se odia a sí misma». Sobre esos pilares intenta levantar una relación conyugal distinta en lo formal. «Mi marido renunció a su trabajo de abogado y yo renuncié a la exclusividad de mi derecho maternal primitivo sobre mis hijas». En eso consistía «nuestro sacrificio a los nuevos dioses bajo cuya futura protección confiábamos vivi». Sin embargo, «bajo la superficie transformada de las cosas, detecté la tensión de las viejas ortodoxias. Éramos un hombre y una mujer que, en nuestra lucha por la igualdad, simplemente habían cambiado de ropa». Por ello, «diez años más tarde, sentada en el despacho de una abogada en una calle ruidosa del norte de Londres, mi instinto maternal, efectivamente, me pareció de lo más primitivo, casi bárbaro. Las niñas son mías: esta no era la frase que yo elegiría normalmente, tan rudimentaria». Pero ya «no había una madre o un padre. Solo había civilización». Esta sería, en esencia, la historia del primer matrimonio de la autora.

Al final de la «fatídica y definitiva evolución de la mujer compartimentada» Cusk siente «una especie de trastorno de la personalidad, como la esquizofrenia», escindida por los «principios irreconciliables» de «lo tradicional y lo radical, el relato y la verdad». En su matrimonio «la forma de lo masculino y lo femenino se ha puesto a prueba y ha demostrado ser limitación y mentira». Ese fracaso es consecuencia de una «falsa igualdad», de una «nueva identidad falsa». Su experiencia la lleva a reconsiderar los términos estandarizados de la lucha de la mujer. «Lo que viví como feminismo eran en realidad los valores masculinos que mis padres, entre otras personas, me legaron con buena intención», lo que desemboca en una apreciación paradójica: «la persecución feminista de los valores masculinos» acaba en «el umbral de la explotación femenina».

Despojos es, en definitiva, la indagación sobre un fracaso vital, del que su autora extrae conclusiones mayores, como los límites con los que colisiona el afán de igualdad, dinamitado por esa forma de civilización que es la familia y el peso de la tradición, que lastra incluso a las mujeres que en apariencia han conseguido liberarse de ella. De ese proceso aclaratorio, la autora extrae argumentos para el debate en torno al feminismo, que tienen la fuerza de lo que brota de la propia vida. Cusk niega la posibilidad de un poder libre de dominación y constata con su experiencia personal que no sirve cualquier 'empoderamiento' y mucho menos ese que consiste en reproducir, en la esfera que sea, los modelos masculinos.