La vida en verano se hace más larga, como los días, y más liviana, como la ropa. Es el tiempo de los sentidos, gozándose en una atmosfera de calma chicha y de modorra, sobre todo donde llega el rumor refrigerante del mar; las prisas, la puntualidad y los hábitos se quiebran en una sugestiva sensación de abandono y dejadez en una siesta letárgica, sólo rota por el bullicio del chiquillerío en sus juegos de agua.

El mar se convierte, una vez más, en el eterno protagonista del verano, presidiendo el espectáculo fabuloso en el que estriba la belleza. La mar solemne o sencilla, furiosa o mansa, esmeralda o añil se une al sol, al cielo, al viento, a las rocas, a la espuma y a las estelas creando la entrañable hermosura que cada año vuelve a embriagarnos. La existencia se nutre de recuerdos en demasiadas ocasiones propiciados por la actividad natural que genera la vida la aire libre. Imágenes que quedan grabadas para siempre en la memoria por el ambiente entrañable de lo familiar y lo cercano. Ha sonado el clarinete. La fiesta va a comenzar€ A veranear tocan. Hay que abandonar los pisos, hay que lanzarse a las carreteras y, como en una ruleta rusa, procurar jugar con acierto y alcanzar victoriosos, alguna costa. A salvo del asfalto y ataviados con la desnudez, atraídos por la seducción arrebatadora que la mar inspira aguardaremos extasiados desde el amanecer al ocaso.

Hasta aquí las palabras obligadas que el almanaque y la naturaleza exigen ya que se abre un tiempo que trastoca nuestra rutina: vida al aire libre que motiva a nuestra físico y abre el apetito, propiciando inolvidables veladas gastronómicas a la vera del mar, almuerzos que conducen a la inevitable siesta y cenas a la luz de la luna. Es el mar en su inmensidad quien nos suministra alimentos nutritivos y excelsos.

Murcia con sus dos mares se convierte en todo un referente, en un bastión inigualable del buen comer. Ocurrió un buen día, cuando el maestro del pescado Juan el del Pulpito (que no místico púlpito, plataforma de la palabra divina) acompañado de su esposa María José, mujer bella, inteligente y cabal como pocas, decidieron ampliar negocio desde la plaza de Santa Catalina de sus amores hasta el Puerto Tomás Maestre, abriendo espectacular establecimiento de igual nombre a la vera de muelles, norays y espigones; de quillas y amarras, quizás tratando de mejorar lo inmejorable de sus productos y de su cocina. Allí entre bellos jardines y praderas, al fresco de la brisa marina, del levante o del lebeche, al abrigo de su grandiosa barra en la que retozan y saltan llenos de vida los sabrosos pescados y mariscos, Juan y María José ofrecen lo mejor de sí mismos y del litoral murciano: desde Punta de Algas hasta Punta de Cabo de Palos, parajes de centelleante belleza, ellos convierten en majestad de la mesa, a aquel que nació en humildísima cuna: el caldero, haciendo cierto aquello que manifestara Juan García Abellán en su Murcia entre bocado y trago: El caldero es, a lo último, alquimia de pescadores.

Merece la pena visitar El Pulpito en La Manga, un lugar que a nadie deja indiferente y a los estómagos mucho menos.