Fue una noche calurosa de finales de verano, acariciada a rachas por una brisa que venía del mar cercano. Había pasado todo el día en Petrópolis, un barrio popular en las afueras de Atenas, en su gran mercado, entre familias de obreros e inmigrantes, fascinado por la belleza de los rostros y la estética expontánea del proletariado.

El barrio poseía un hermoso teatro nuevo, construído a imitación de los clásicos teatros griegos. Ese lugar fue el escenario de un encuentro verdaderamente inolvidable con tres personas, tres artistas que ocupaban las portadas de los diarios y revistas de esos días: el anciano pintor Yannis Charújis, la actriz Melina Mercouri y su esposo, el cineasta norteamericano Jules Dassin; ellos también asistentes como espectadores a la representación de la Orestíada de Esquilio.

Un silencio sideral, podríamos decir sagrado, acompañó todo el tiempo, largas horas hasta la madrugada del domingo, el despliegue sublime de los actores de la tragedia tripartita. Y comenzaba a clarear la aurora cuando las ovaciones rompieron con su oleaje sonoro la, a la vez, contenida expectación del público.

Sí, fue aquel un instante sagrado. Presentes, en el centro de un espacio y un tiempo detenido en su infinitud: el viejo pintor que, como un Píndaro contemporáneo de los colores, supo recrear los cuerpos jóvenes más hermosos, a lo largo de todas las edades de su prolongada vida; la actriz versátil, temperamental, única, bello todavía el rostro por donde no se atrevía a asomarse la muerte que, pronto, la llamaría a seguir el camino hacia el último enigma de la existencia; y junto a ellos, el hombre de cine, tránsfuga por causa de su arte comprometido por varios países errante, griego al final por amor, por sosiego, y autor de una de las grandes películas de su siglo: Ce lui qui doit mourir (El que ha de morir), que Nikos Kazantzakis, autor de la historia original filmada, Cristo de nuevo crucificado (o Jristós Zanasvrónete), había quedado fascinado cuando la vio en la pantalla a su estreno, el año mismo de su muerte. Aquella amistad comenzaba en el teatro de Petrópolis fue corta por causa de la muerte de algunos de sus protagonistas. De ella conservo recuerdos de alegres vivencias reales y unas instantáneas en blanco y negro...

A esas insólitas imágenes de Marlon Brando en la Acrópolis, las titulé en un poema dedicado al actor, jugando con el título de una de sus más famosas películas, A Tram Called Desire ( Un tranvía llamado Deseo): Un griego llamado Marlon Brando.

Las fotografías de Brando paseando por el altazor de la Acrópolis, revelan un proyecto que se disolvió en la ilusión... O no. ¿Qué es la realidad, entre tanto imaginado, soñado, deseado, ideado? La realidad como mera apariencia, y reflejo de lo que sentimos y pensamos, resulta opaca y fugaz. Marlon Brando fue Pericles durante aquella mañana fría de hace aproximadamente medio siglo (pero no importa la fecha, el tiempo). Sin casco guerrero, perfecta la cabeza, y con el oscuro y largo abrigo y la bufanda, sonriente, encantador; tratando, animado, con Jules Dassin, del personaje para el que era idóneo: el estadista, tan parecido a él: amante libre de la mujer elegida... ¿Se establecía en la conversación quién habría de ser la actriz idónea para encarnar a Aspasia? Las bellas del cine, entonces, eran numerosas, espectaculares, irrepetibles: Virna Lisi, Dominique Sandá, Elli Lambeti, Isabelle Adjani, Stefania Sandrelli, Laura Antonelli, Jennifer O´Niell, Marilu Toló... Incluso, para el papel de la cortesana griega habría sido perfecta Vanessa Redgrave, Irene Pappas o la propia Melina Mercouri.

Para mí Pericles tiene desde entonces el rostro de Marlon Brando. Y eso que aquella mañana, ensombrecida y gélida al amparo del Partenón, no me fue posible alcanzar al héroe de mi historia. Se me esfumó su adorada imagen, al bajar de la sagrada colina, entre una muchedumbre de admiradores. Advirtió su acompañante de mi presencia, y tendiédome su mano comenzamos a descender juntos hasta las terrazas del barrio de Plaka donde, rodeado de jóvenes y muchachas exultantes de alegría, iba él distribuyendo sus seductoras sonrisas. (Mi historia con Pericles reencarnado siguió, tomando otras formas... La que comencé con él en Grecia, habrá de completarse, reunidos otros materiales inéditos que espero, prometidos por una amiga con acceso a los archivos cinematográficos de Jules Dassin, guardados en la Fundación Melina Mercouri de Atenas, sita al pie mismo de la Acrópolis).