Cuando su marido le dijo que iba a dejar su empleo para establecerse por su cuenta, a Encarnita le dio un vuelco el corazón. Las cosas le iban muy bien a su empresa y desde hacía años Pepe le traía un sobre extra cada semana con el que prácticamente vivían, sin tener que tocar el dinero de la nómina que le ingresaban en el banco a final de mes. Por eso pudieron cancelar la hipoteca de su casa y comprarse un apartamento en la playa, aunque modesto, porque solo tenía un dormitorio.

Encarnita soñaba con tener algún día un chalé con un porche en el que se sentaría a coser por las tardes, como hacían en el pueblo las vecinas de su madre cuando se reunían en corro a zurcir calcetines con un huevo de madera tan suave y gastado que casi parecía de piedra.

Sin saber por qué, tuvo la certeza de que aquel alboroto de la sangre que le obligó a respirar profundamente durante unos instantes para reponerse de la impresión era una señal de peligro.

Pepe decía que era un vendedor muy bueno, pero que no sacaba los pies del plato, mientras que su jefe se estaba haciendo rico a su costa. Aunque no era mala persona, su marido era de esos hombres que se dan mucha importancia a sí mismos y se toman a mal que alguien les quite la razón, así que ella se limitó a recordarle que vivían sin estrecheces y no tenían que preocuparse de conseguir clientes ni de ganar para cubrir los gastos de una empresa.

Como el apartamento de la playa estaba a medio pagar, hipotecaron la casa en la que vivían y el banco les dio el préstamo que les permitiría abrir un negocio dedicado a suministrar materiales de construcción a las obras. Para llevarse a los clientes de su jefe Pepe empezó a cobrarles más barato y a darles el tiempo que necesitaran para pagarle. La cosa marchaba bien, se le acumulaban los encargos y no daba abasto para servir los pedidos, pero de pronto algo se torció, con tan mala pata que no consiguió cobrar casi ninguna factura.

De un día para otro la gente dejó de comprar casas y el mercado empezó a enfriarse hasta que se congeló como un témpano. La máquina se paró en seco, pero los bancos siguieron cobrando los préstamos y los intereses de demora engordaron tanto la bola que un día su marido le dijo que habían perdido las dos casas, porque no podía pagar las letras de las hipotecas, y que tampoco tenían de qué vivir.

Aquella Navidad ni siquiera habría habido regalos para los niños de no haber sido por la contribución de los abuelos. La vida se convirtió en una nube gris que lo enturbiaba todo, haciendo que las cosas solo pudieran verse en blanco y negro, como si se hubieran borrado los colores. Su marido estaba cada día de peor humor y su casa se volvió un infierno, porque Pepe se cansó de buscar trabajo y dejó de preocuparse por lo que les estaba pasando. Y cuando parecía que nada podía ir peor, descubrió que había empezado a beber.

Al principio Encarnita pensó que nunca se recuperaría del golpe. Estaba tan conmocionada que ni siquiera era consciente de que su familia se habría muerto de hambre de no ser por la comida y el dinero que su madre le daba a escondidas. Sabía que se acostaba a veces sin que hubiese en la nevera más que un par de huevos y un trozo de queso, pero al día siguiente volvía a tener carne y fruta que ella no podía comprar.

No sabía bien el tiempo llevaba en ese estado de letargo, cuando alguien le propuso limpiar una escalera. Ganaba muy poco dinero, pero después empezó a limpiar casas en el edificio y al poco trabajaba todos los días de la semana por la mañana y por la tarde, porque también le encargaban que guisara y que cosiera algunas cosas, pequeños arreglos al principio y prendas de ganchillo que le salían muy bien, porque había aprendido desde pequeña y manejaba la aguja como si fuese una prolongación de su mano.

Con lo que sacaba en aquellos trabajos podía llenar la nevera y pagar los recibos del agua, la luz, el gas y el teléfono, aunque su madre seguía ayudándoles. Aunque no le llegaba para gastos extraordinarios, los niños volvieron a tener cumpleaños. Pero la nube no acababa de disiparse, porque la casa seguía embargada y en cualquier momento los echarían a la calle.

Entonces ocurrió algo que le hizo ver los cielos abiertos. El portero de la finca en la que limpiaba le contó que iba a jubilarse y la animó a quedarse con el puesto. Ella conocía a todos los vecinos y podía ofrecerles una tranquilidad que no les garantizaría ningún otro candidato. Así tendría una casa en la que vivir, porque el portero ocupaba el piso del ático, y dejaría de sufrir por el desahucio que tanto temía.

Pero Encarnita tenía otros planes. Habló con el presidente de la comunidad y trató de convencerlo para que le diera el puesto a su marido. Le contó que había trabajado de albañil y que era un manitas. Tenía la esperanza de que conseguir un empleo le devolvería a su esposo la serenidad que había perdido al quedarse sin trabajo, sin dinero y sin casa.

La vivienda del ático era pequeña y muy calurosa, pero al menos pudieron marcharse de su piso antes de que los echaran y entregar la llave al banco, aunque ni siquiera eso fue suficiente para saldar las deudas que había dejado el negocio de materiales de construcción.

Para Encarnita fue un momento muy doloroso. Aunque hacía mucho tiempo que se había impuesto a sí misma la obligación de no mirar atrás ni pensar en las cosas que había perdido, le fue imposible evitar las lágrimas al descolgar los visillos de muselina que ella misma había cosido y desmontar las lámparas con cristales en forma de rombo que tanto le gustaba limpiar para que brillaran como pequeñas joyas.

No le resultaba difícil superar la añoranza e incluso ignorar la nube amenazadora que le empañaba la vista y el pensamiento después de trabajar doce horas, cuando volvía a su casa preparándose para hacer frente a las provocaciones de su marido. Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para no derrumbarse ante los gritos y la desolación de aquel hombre abatido por la adversidad, que la esperaba ansioso de desahogar su ira, mientras que ella hacía lo posible por evitarles la escena a sus hijos. Cuando estaba muy cansada se sorprendía a sí misma deseando que hubiera bebido lo suficiente para quedarse dormido y ahorrarle la bronca. Le daba pena que los niños lo vieran tirado en el sofá, como un ogro vencido por el alcohol, pero nada agradecía más que el silencio entrecortado por los ronquidos que se oían desde la escalera.

Encarnita no se había escuchado nunca a sí misma maldecir a nadie, pero cuando las paredes vacías y los techos desnudos dejaron al descubierto la magnífica escayola que les habían regalado los compañeros de trabajo de Pepe por su boda, sintió que al vaciar su casa se le morían por dentro todos los recuerdos adormecidos por el cansancio físico y el agotamiento mental y deseó que los culpables del estropicio que se había llevado por delante a su familia y a tantas otras pagaran el sufrimiento causado con su propio dolor. Incluso llegó a sorprenderse pensando en qué órgano del cuerpo sufrirían un castigo más cruel.

Se secó las lágrimas con las cortinas de cretona y sintió que el contacto con la tela que había escogido con tanta ilusión quince años antes le traía a la memoria la imagen de la jovencita dicharachera, a la que acudía todo el mundo cuando necesitaba que le arreglaran un dobladillo descosido o una costura descompuesta.

Al principio todo fue bien. Milagrosamente, su marido dejó de beber y sus hijos volvieron a sacar buenas notas. Le costaba creer que la dramática experiencia por la que toda su familia había pasado tuviera un final feliz, pero pensó que todo volvería a ser como antes cuando acomodó sus muebles y sus cortinas en la nueva casa. Sin embargo, la tranquilidad no le duró mucho.

Pepe no dejó de ser el egoísta que la avaricia había despertado en él, mientras que Encarnita se veía obligada a ocupar su puesto en la portería cada vez que a él se le pegaban las sábanas, por lo que acabó quedando mal en las casas en las que limpiaba, hasta que algunas acabaron prescindiendo de ella.

Y si Encarnita se negaba a hacerle el trabajo de la portería, su marido la amenazaba con divorciarse y dejarla otra vez en la calle. Ahora él era su propio jefe, tenía el contrato que le permitía disponer de una casa, mientras que ella solo era la mujer que limpiaba la escalera.

Sentada tras el mostrador de la portería con su eterna aguja de ganchillo en la mano estaba pensando que su ración de buena suerte no le daba para más y que tenía que conformarse con lo que había podido salvar del desastre, cuando vio entrar a la hija del presidente de la comunidad. Era una chica decidida que, cansada de buscar trabajo sin encontrarlo, se había puesto a vender ropa de bebé por Internet. Encarnita le había ayudado en lo que pudo, prestándole algunas prendas que ella misma había cosido cuando sus hijos cuando eran pequeños para adornar el catálogo que Lucía mostraba en su página web, pero el negocio iba muy lento y apenas si recibía pedidos. Sin embargo, el brillo que iluminaba los ojos de la joven aquella mañana parecía anunciar algo muy distinto. «Tengo que contarte un notición. Vamos a ser ricas», le soltó Lucía con aire de misterio.

«¿Cómo es posible?», preguntó Encarnita con un tono de incredulidad. Entonces Lucía le explicó que había recibido un pedido de una tienda de Miami que no quería ropa de bebé ni zapatos ni nada de eso. «Me piden cien mosquiteras y otras tantas colchas para cuna iguales a las que tú me dejaste para las fotos de la web. Fíjate, tanto diseñar vestiditos y resulta que quieren la mosquitera y la ropa de tu cuna. ¿Qué te parece? ¿Estás dispuesta a trabajar conmigo? Si me dices que sí empiezo a montar el taller mañana mismo. Esto puede ser solo el principio, porque hay otras empresas que también están preguntando», añadió con mirada suplicante.

«Pero, ¿qué dices? La colcha la hice con mi traje de novia y la mosquitera es nada menos que el velo de tul de cuatro metros que llevaba el día de mi boda. ¿Cuánto tendrías que cobrar por un ajuar de cuna hecho de seda natural y tul? El precio no bajaría de 500 euros», calculó Encarnita al tuntún, por decir una cifra, sin esperar la respuesta que le dio Lucía.

«Mil dólares. He pedido 1.000 dólares, casi el doble. Las americanas con pasta deben estar dispuestas a pagar lo que les pidan para evitarles a sus hijos las picaduras de los bichos, porque me han contestado que les parece bien. Solo quieren que les envíe un juego para verlo en la mano antes de cerrar el contrato. Eso supondría un pedido de casi 90.000 euros para empezar. ¿Qué me dices? Podemos hacernos socias. Tú te encargas de controlar la confección y yo, además de ayudarte, me puedo dedicar a buscar las telas y a la promoción comercial», le propuso con una mirada suplicante.

Como Encarnita no sabía qué responder, la muchacha siguió haciendo planes por las dos. «También habrá que buscar a alguien que nos ayude con la costura. Seguro que tú tienes alguna amiga dispuesta a trabajar con nosotras», continuó diciendo Lucía, ante el silencio de la mujer, que la escuchaba atónita.

A pesar de su escepticismo, en poco más de dos meses pudieron mandar su primer envío a Miami. A partir de entonces los pedidos se sucedieron y pronto empezaron a recibir encargos de países tropicales de todo el mundo. Además, fueron añadiendo más artículos al catálogo y quien no podía comprar la colcha de seda hecha a mano se conformaba con un juego de sábanas. Así nació un negocio floreciente que en poco tiempo permitió a Encarnita comprarse su propia casa e incluso un chalé con porche en la playa, aunque no llegó a utilizarlo para coser, porque en su tiempo libre ya no quería saber nada de la costura. A su marido lo sacó de la portería y le puso un despacho en la empresa para que estuviera ocupado. Y aunque realmente no tenía ninguna función específica, le gustaba tanto verse con traje y corbata, que dedicaba la mayor parte del tiempo a pavonearse como un adolescente presumido ante las empleadas del taller.