Las gotas de lluvia peleaban salvajemente por estrellarse contra los cristales de mi coche. Anochecía de manera tormentosa y bajé la ventanilla para respirar intensa y ávidamente el olor a la tierra mojada, me encantaba porque sentía cómo mis pulmones se purificaban.

Conducía sin saber exactamente la dirección. El anuncio en el periódico indicaba una casa situada a unos treinta minutos de la ciudad, pero la carretera se presentaba demasiado inhóspita en estas circunstancias e intuía que el trayecto se alargaría más.

No era la primera vez que hacía ese trabajo. De hecho, solía dedicarme a ello en mis ratos libres. Me gustaba, disfrutaba con ello, y esta vez no era diferente, ya que los perros, sin duda, eran mi gran pasión. Disfrutar de su compañía y dedicar parte de mi tiempo libre a su cuidado me satisfacía profundamente a nivel personal. Siempre encontré en estos animales un refugio de nobleza y lealtad incondicional difíciles de hallar en otras partes. La mirada de un perro, de cualquier perro, me traspasaba el alma y me inspiraba a ser mejor persona. Por esa razón me sentía en deuda con el mundo animal.

Así pues, ahí estaba yo, bajo un cielo tempestuoso que se iluminaba preso de fantasmagóricos relámpagos, mientras mi mente circulaba perdida en sus propios pensamientos sin apenas percibir el escenario.

Por fin había llegado al camino de tierra mojada, la casa estaba cerca. Esperaba apreciar alguna luz. Miraba a ambos lados pero la maleza me ocultaba el paisaje. La lluvia cesaba y bajé la ventanilla. Debía llegar a una casa azul, un chalet retirado, cuya dueña no podía hacerse cargo provisionalmente de su perro por motivos personales. Por esa razón había publicado un anuncio y tras contactar con ella, acordamos que me ocuparía de su Golden Retriever y diariamente iría a pasearlo y alimentarlo.

En breves minutos, mi destino estaba delante de mis ojos. La casa era tal y como me había descrito la propietaria, así que aparqué cerca y bajé del coche con decisión.

Aun sabiendo que no había nadie, excepto el perro, llamé al timbre de la puerta. Tras verificar la ausencia de respuesta que intuía, busqué el banco blanco de piedra del jardín y palpé en uno de sus lados inferiores para coger una llave.

Entonces me dispuse a abrir la puerta. El perro no ladraba. Su nombre era Bruce. Entré y lo llamé:

— ¡Bruce, Bruce!

Pero nada, el perro no contestaba.

Encendí las luces y comencé a indagar por el pasillo, adentrándome aún más en aquella gran casa. Un amplio y luminoso salón se presentó ante mi atenta mirada. Era confortable, acogedor, clásico€ y bastante ordenado. No olía a nada realmente, simplemente a limpio. Un extenso sofá me exclamaba a gritos que me sentara, pero mi labor ahora era encontrar a Bruce.

Seguí curioseando aquella casa. Un pequeño baño blanco, antiguo pero muy limpio y cuidado; una habitación tipo oficina con un ordenador; una cocina grande tipo americana, de esas que tanto me gustaban€

Pero el perro no estaba. Entonces regresé de nuevo al salón y caminé hacia las escaleras que subían a la planta superior de la casa. La madera crujía y ya me comenzaba a preocupar porque Bruce no aparecía.

Agarré con fuerza la manivela de la puerta que conducía a lo que creía sería que un dormitorio, cuando escuché un ladrido. Entonces me giré y empujé otra puerta que había detrás€ ¡Y ahí apareció Bruce! Un precioso Golden color caramelo. Apenas tendría 3 años, presentaba un aspecto bastante cuidado, su pelo brillaba y su miraba desprendía nerviosismo. Me imaginé que estaría desesperado por pasear y comer, así que le animé a que me siguiera para bajar las escaleras. Entonces, el perro se acostó delante de la puerta que no había llegado a abrir. Insistí y agarré a Bruce del collar, pero se echó atrás ladeando su cabeza con fuerza.

Entonces, me miró y lanzó un aullido. Algo ocurría y una extraña conmoción se estaba embargando de mí. De repente empezó a intentar excavar bajo la puerta, como queriendo entrar. Me dispuse a abrirla y agarré la manivela empujando la puerta de un golpe.

Bruce entró rápidamente pero estaba todo a oscuras y no veía nada. Pulsé el interruptor de la luz y mi corazón dio un vuelco cuando vislumbré aquel escenario. Grité y corrí presa del miedo, no sabía qué hacer.

Una mujer ensangrentada yacía sobre una cama, parecía estar muerta, pero no fui capaz de acercarme. Bruce salió apresuradamente tras de mí, como quien busca consuelo y resguardo. Él también estaba aterrorizado.

Entonces llamé a la Policía. Quería escapar, huir velozmente, pero decidí esperar por Bruce.

Los agentes tardaron poco en llegar. El forense confirmó que la mujer llevaba tres días muerta.

— No puede ser, es imposible — le contesté.

— ¿Usted conocía a la víctima? — Me preguntó.

— No€

— ¿Entonces?

— Hablé con ella esta mañana.

Así fue como Bruce y yo nos conocimos. Supe que aquella mujer había contactado conmigo desde el más allá para salvar a su perro. Y yo había sido la persona seleccionada para cumplir aquella misión.

Porque de la misma manera que en esta vida hay personas capaces de abandonar a su perro, hay otras que, aún a pesar de marchar al más allá, son incapaces de hacerlo.

Y ahora, esta mujer podría descansar en paz.