El Audi 8 del concejal de Basurillas se detiene en el lugar de la cita, ante el semáforo frente a la Rotondona, que está en verde. A pesar de que la concejala de Obrillas apenas tarda diez segundos en acceder al coche, se escuchan los cláxons de la zaga, impacientes.

—Joder, y a estos cabrones les llaman ciudadanos —farfulla el conductor.

—No te quejes, que son los que te han votado. Además, me pitan a mí.

Ya tomada la Rotondona, el concejal echa una mirada de reojillo a su compañera y observa que, al sentarse tan deprisa, la minifalda se le ha quedado al ras y sus institucionales muslos relucen como la seda natural a la luz de la mañana.

—¡La Virgen del Pompillo! ¡Qué ruedas tienes, hija de puta!

—Siempre he pensado que había en ti un poeta y tus piropos lo confirman.

—¿No es así como te gusto, elemental y rudo?

—Sí, pero eso es en el tálamo, estúpido. En la vida social hay que comportarse. Soy una señorita y me gustan las galanterías finas.

—Si quieres galanterías, abre la guantera y verás.

—¿Me has comprado aquellos zapatos de aguja que te dije?

—Tú abre la guantera.

La concejala obedece y extrae de la guantera una bolsa de Mercadona en cuyo interior, envueltos en plástico transparente y sujetados por gomas hay tres lindos paquetes de desigual tamaño con billetes de quinientos euros.

—¿Qué coño es esto?

—La cesta de la compra de anoche.

—Aquí hay por lo menos 100.000.

—Qué tonta. 200.000.

—¿Y esto de dónde lo sacas?

—Unos pringaos que pretendían que yo les firmara de gratis. «Esto va a ser muy bueno para el municipio», decían. «Crearemos puestos de trabajo y contribuiremos a activar la economía». Hablaban como si los políticos fueran ellos, y se lo tuve que explicar: ¿Os habéis preguntado en algún momento cómo se financia un partido? les dije. Pusieron cara de tontos y tuve que recurrir al Plan B.

—¿Plan B?

—Sí, los cité para otro día y fui con mi amigo el expolicía. Cuando nos sentamos a la mesa, mi amigo dijo: «Perdonad, pero voy a ponerme cómodo». Y puso la pistola sobre la mesa, como quien deja el móvil.

—¿Una pistola?

—Tranquilízate. Estaba descargada; no soy un mafioso. Los tipos aflojaron de inmediato y enseguida preguntaron cuánto y cuándo. Los cité a las afueras, en el club Estás que Estoy Ponte que Voy, en la carretera vieja de Alicante, a las tres de la mañana. Trajeron la bolsita y encima me invitaron a las copas. A las putas, no, porque me reservé para ti, pichón.

—Supongo que es un cumplido. ¿Adónde vamos?

—Hoy vamos al Vanel.

—¿Estás loco? Ahí nos conocen.

—Tranquila. Entramos desde el garaje. Lo tengo todo previsto.

Mientras suben por el ascensor, la concejala no puede disimular cierto desasosiego.

—¿Todo eso es para el partido?

—¿Estás loca? Para el partido son 10.000, y van que chutan. Con eso me cubro las espaldas. El resto, en teoría, es a medias para mí y para el Cama.

—¿El Cama?

—El Camarada.

—Y dices ¿en teoría?

—¿Qué te crees, que no me cobro el seguro de riesgos? Si alguien canta, el que se la carga soy yo, que doy la cara, y hasta el Cama haría como si se escandalizara. Diría: «Nunca creí que defraudara tanto mi confianza» y cosas así. Aunque él no sabe que lo tengo pillado. Por mi seguridad. Tú, al ver los paquetes, has dicho 100.000. Eso es lo que le diré yo al Cama, y le daré 45.000, la mitad menos la propina al partido.

No sufro problemas de conciencia; él tiene otros ingresos por otros lados.

—No puedo creerme que el Cama€ O sea, que lo que se dice por ahí es verdad.

—La gente habla por hablar, y luego va y vota. Mientras voten, que hablen.

Entran a la habitación, y ella se dirige de inmediato al cuarto de baño. Hablan a través de la puerta cerrada.

—¿Y tú para qué quieres tanta pasta? ¿Cómo justificas tu nivel de vida? ¿No ves que te van a pillar?

—Tía, una vez que te metes en gastos es un no parar. ¿Tú sabes lo que me han costado los árboles llorones de mi chalet y el tratamiento por las plagas? ¿Y la cascada artificial del porche? ¿Y los enanos del jardín?

—Los enanos son de escayola; eso cuesta poco dinero.

—Los míos son de bronce bañado en imitación de oro ¿o es que te crees que soy un cateto?

—Te digo una cosa: yo no tendría que saber nada de todo esto.

—Llevas razón, pero a alguien se lo tengo que contar. No se puede ser rico y estar callado. Es como si fueras pobre.

—¿Y dónde guardas la pasta?

—En una falsilla de la bodega de mi chalé, en un sotanillo. Las paredes están forradas de billetes. Los tengo a la temperatura de los vinos.

—¿Sabes que esto ya lo sabía? Me lo dijo la concejala de Asuntillos. Que se lo habías dicho tú mismo.

—Soy un bocazas. Es que no me puedo contener.

La concejala de Obrillas sale del cuarto de baño. Viste botas negras de tacón alto, muy ajustadas a la pierna, con el cuero liso ligeramente por encima de las rodillas. Bajo ellas, unas medias a medio muslo sostenidas por un liguero alto. Y nada más. Sin embargo, el concejal sólo tiene ojos para el látigo de siete colas que la concejala lleva en la mano.

—¿Hoy vamos de rollo duro, princesa?

—Tú lo has dicho. Bájate los pantalones y pon el culo en pompa. Vas a pagar por todos tus pecados.

Las siete colas del látigo restallan a ritmo acompasado en el culo blanquecino, fofo y lampiño del concejal de Basurillas, repartidos por igual en cada glúteo hasta completar la decena. El dulce castigo es respondido con suspiros y ayes de naturaleza indistinguible entre dolor y placer.

—Ahora te toca a ti —concede todavía en tono autoritario la concejala de Obrillas, aunque sugiriendo la dimisión de su papel de ama para convertirse en alfombra sumisa del todopoderoso jefe de las Basurillas.

Éste, aun con su postrero enrojecido y lastimado, se muestra al instante capaz de cumplimiento, según denota la rápida viveza de su pijillo, y extrae de la bolsa de billetes depositada sobre la mesilla una pieza de quinientos euros. Ahora es la concejala la que se pone en pompa para ser atravesada por la vía más angosta de su hemisferio carnal, a sabiendas de que la dificultad natural que tal empeño acarrea con tan exigüa herramienta será superada por la excitación que inevitablemente se producirá al situar el billete, a modo de telón, entre la punta del artefacto varonil y el ojillo. De una rápida y certera envestida, el billete desaparece en el interior de la concejala con arte de malabar. Pero la gloria de ejecución tan eficaz resulta contrariada por el efecto probablemente doloroso que se desprende del grito desgarrador de la concejala, y esto a pesar de que la resolución con que ambos han acordado las posturas y los actos derivados nos permitiría sospechar que la de Obrillas ya tiene adquirida la condición de hucha.

El grito y otros ruidos consiguientes, tan poco contenidos como inequívocos, alertan al empleado de planta, quien se informa en recepción sobre el titular de la reserva y, enlazando ciertos rumores, concluye acerca de la compañía. Este señor empleado es militante del partido y, dada su posición en él, es vocal de una junta vecinal, dispone de línea directa con el Cama, y así no duda en llamarlo a través del móvil.

—¿Cama? Tengo en una habitación al de Basurillas y a la de Obrillas. Son las doce de la mañana y están encamados y dando escándalo. ¿Te parece que es el ejemplo público que deben mostrar dos servidores de un partido de orden?

Y hasta aquí se puede y debe leer.