Como los albares en tiempos de otoño

Necesito salir aquí, en este instante, en este momento, del bucle fraternal que me une a Pedro Cano, pintor; con ser importante es un argumento que he contado mucho, necesito decir del artista, del grande del lenguaje artístico de estos siglos, y caminar sobre su vida y misterio, sobre su enorme aportación a la pintura española. Ya dije en muchas ocasiones, de la maravilla en la que sus compañeros de viaje de la Escuela de BB.AA. de San Fernando, sus profesores, incluso, achacaban al papel Fabriano que Pedro utilizaba en sus dibujos, su éxito; no sabían que era su excepcional excepción de su talento y de su oficio. Pedro Cano levantaba admiración cuando observaban sus trabajos, sus formas: su lirismo a ultranza, la niebla que apaga la sed de una obra en silencio y espera. La maleta en eterno viaje.

Ahora sí estoy donde quiero estar, en la mochila de sus viajes, en sus cuadernos, en sus miradas viendo pasar la vida y los pasajeros al tren furtivo que les exilian; en las huellas de sus sandalias de fraile descalzo. En todos los andenes de sus destinos. Quiero estar en el renacimiento de su creación, en el lugar de su infancia, Blanca, donde se despertaron en él los brotes de lo eternamente valioso. Cuando su familia lo supo y con el ahínco de la faena del mar, se pusieron a la ofrenda del pescado para pagar los estudios de su hermano, de su hijo, artista. Los gránulos del arte son difíciles de precisar, casi son inaprensibles, se escapan de los vericuetos de las palabras. Mejor ir a la esencia, pero, ¿respetamos la esencia de origen o invocamos en nuestro comportamiento para con el arte solamente los conocimientos cultos del pasado? La interrogación que acabamos de hacernos ya se la planteó en su momento Heidegger. A nosotros nos ha surgido contemplando un entramado de hojas, tapiz de una granada, porque existe en él algo original, distinto a los manidos saberes que acarrea el ayer. Pedro en Nueva York, dando la espalda a la gran panorámica, con sus torres gemelas llamando al grisáceo tono de su existencia perdida. Preludio y música de aquella exposición Nueva York-Blanca que quedó para siempre en su historia pictórica, como la de las infinitas manchas de su papeles en carpetas, de sus blocs escolares, trascendidos por su mano a la universalidad de una obra que impresiona. A veces un retazo, unos centímetros de aguada, culminan una carrera casi infinita hasta el horizonte. Atento siempre a los ocres y amarillos que envuelven su figuración (que se llamó, llamaron, nueva, en una capa de oro viejo). Pedro Cano es ya un signo propio, inconfundible y magistral en el panorama de nuestra mejor pintura contemporánea.