Un escalofrío, como un golpetazo a traición en los riñones, recorrió el cuerpo del jefe de administración al cruzar el umbral de la oficina. En pleno invierno, apenas pasadas dos semanas de la celebración del nuevo año, las ventanas permanecían abiertas de par en par y Ramírez, el único empleado que acudía por costumbre a esas horas tan tempranas, se sacudía atribulado las manos mientras caminaba a grandes zancadas entre los ordenadores. Ni siquiera se había despojado de la carcasa verde con la que se presentó a la entrevista el mismo día en que le abrieron las puertas de entrada a la gran familia de la compañía asesora Walter & Young. El mobiliario aséptico, con todas las pantallas apagadas, reposaba envuelto como en un regalo de compromiso en una luz blanquecina que no parecía proceder del cielo encapotado sino más bien de los tubos de escape que empezaban a rugir siete plantas más abajo, en la calle Duero, esquina con Guadalquivir. Casi todas las avenidas del polígono, al que bautizaron como Ciudad del Progreso, tenían nombres de ríos españoles. Cuando se agotaron las opciones, alguien debió de pensar que lo más adecuado sería continuar con accidentes geográficos. De ahí que a escasos metros del paseo del Tajo se pudiera torcer hacia la travesía del Golfo de Bengala o girar hacia la rotonda de la plaza de Sierra Maestra, todavía en obras.

Como un espanto, igual que si fuera iluminado con linternas desenterrando un cadáver, Ramírez fijó la mirada en la cara de su superior, procurando dilucidar en un instante en qué falta había sido sorprendido. Él, que en los trece años de servicio a la empresa nunca había dado motivo de queja, el mismo que incluso se calzó las botas de agua el día de las inundaciones y fregona en mano secó hasta el último resquicio de humedad de las malditas goteras. Y es que estos edificios inteligentes, decían sus compañeros, no son tan listos. ¿Cómo no prever una gota fría en esta zona levantina? ¿Qué tipo de aislantes impermeables colocaron en la azotea, que al primer diluvio Walter & Young navegaba en una charca? Pero Ramírez, hacendoso, no tenía tiempo para hacerse preguntas. Y raudo acudió en busca de cubos y paños para salvar a la compañía de las aguas haciendo oídos sordos a algún comentario despectivo de algún que otro empleado. Él, que siempre llegaba el primero y salía el último, apagando las luces, desconectando los termostatos de ese edificio inteligente, comprobando uno por uno cada computador en reposo€

El jefe de administración ni siquiera había dado un paso y permanecía apoyado con una mano en el cristal esmerilado de la entrada. Una ola gélida le recorría el espinazo mientras contemplaba, como si fuera la primera vez, el habitáculo de apenas cien metros cuadrados abierto al viento. Los ojos de buey excavados en el techo, el mármol, que ya hacía falta pulir, bajo sus pies; el tablón de anuncios en el que todavía quedaban ancladas las votaciones sobre el restaurante en el que celebrar la cena de Navidad€ a la que Ramírez no fue. Nunca le gustó mezclar el ocio con el trabajo. En realidad, casi nunca tuvo ocio. No, que él recuerde. Antes de morir su madre, se ocupaba de bañarla, de ponerle un pijama que la resguardara de la humedad de estas tierras, de calentar el caldo reciclado del cocido que preparara el domingo. Antes su vida era así, trabajo y familia. Después ella se fue. Y él se quedo solo en aquel piso del barrio del Mortanlaz. Pero seguía haciendo cocido los domingos. Y cada noche, aprovechaba un poco de sopa para mezclar con fideos, ponía la televisión, no más de cuarenta minutos, y se acostaba en una cama grande, bajo la colcha en la que tantas veces soñaron los que le dieron la vida, para dormirse cuadrando estadillos, letras de entrada, facturas que no casaban€

¿Qué está pasando aquí? La voz del superior no parecía imperiosa. Más bien era casi un ruego, como pidiendo una explicación ante la imagen de un desastre que amenazaba con echar abajo todo el mundo conocido hasta ahora. ¿Se puede saber qué está pasando aquí, Ramírez? Esta vez sí, el jefe de administración recobró de inmediato toda la autoridad que él mismo había puesto en entredicho y lanzó una mirada inquisitiva al empleado, que hubo de aferrarse al pico de una mesa para no caer de espaldas como un cuerpo muerto. Siempre había temido que llegara un momento así, que le pidieran explicaciones ante un error. De ahí sus rutinas, sus revisiones automáticas ante cualquier expediente, dos, tres, cuatro y hasta cinco veces. No podía permitirse un desliz. Consideraba su función tan importante, de tamaña responsabilidad, que ni le pasaba por la cabeza la posibilidad de que algún cliente llegara a pedirle cuentas por el más nimio despiste. No obstante, era consciente de que nunca consiguió ganarse el respeto de sus compañeros. Es más, sabía que no le tomaban en cuenta, que incluso a veces se burlaban de él a sus espaldas y que le habían bautizado con el mote de ´El Heredero´, como si quisiera apropiarse algún día de la empresa. Nada más lejos de su intención. Si ni siquiera soñaba con una promoción interna. Le bastaba con cumplir fielmente con sus tareas. Por eso había firmado un contrato trece años antes en el que se comprometía a ejercer unas funciones claramente determinadas a cambio de una remuneración que, si bien no era excesiva, sí le permitía llevar una vida tan digna como a la que siempre había aspirado. Al fin y al cabo Ramírez no era hombre de lujos, no encontraba atractivos en preparar maletas para viajar a lugares desconocidos, ni en renovar las ropas con las que se sentía cómodo, ni en cuidar un coche con el que tendría que ir a repostar al menos una vez por semana; prefería el autobús o el tranvía, el olor cotidiano de la mañana en su interior, a café con leche con legañas en los ojos, el repaso a la prensa aferrado a un colgador de mano. No, Ramírez no era un hombre de caprichos.

¿Que qué está pasando? No está pasando nada, señor don Julián€ que yo sepa no está pasando nada. Entonces, ¿qué hacen todas las ventanas abiertas? No son ni las ocho de la mañana. Ramírez gira entonces la cabeza hacia las cristaleras, como si acabara de descubrir ahora que no están cerradas, y balbucea. Nada, simplemente para que se aireara un poco la oficina, ya sabe, tantas horas aquí dentro, el ambiente se carga y, claro, pues hay que airear, señor don Julián. Al empleado le tiemblan las manos y vuelve a aferrarse al pico de la mesa para ocultarlo a su superior, que se aleja de la puerta y da dos pasos al frente, directamente hacia su interlocutor, sin esquivar ni un momento la mirada. Ramírez, ¿me puede decir a qué huele aquí? ¿ha fumado usted en la oficina? El corazón del empleado está a punto de salírsele por la boca para acercarse a botes hacia una de las ventanas abiertas y saltar al vacío. Ahora son las piernas las que tiritan y teme desplomarse de un momento a otro desmayado sobre el frío suelo marmóreo. Imagina el golpe que daría con su cabeza, que podría ser brutal, peligroso, incluso mortal€ piensa que sería una tristeza morir así, de un desmayo, y recuerda accidentes fatales que leyó en la prensa o vio en televisión antes de meterse en la cama. Un carnicero que, al agacharse por una moneda de un euro, se atravesó la yugular con el cuchillo que guardó en el bolsillo de la chaqueta; una mujer cuya cabeza fue aplastada por una verja automática, sólo porque retrocedió a ahuyentar a un gato cuando salía a tirar la basura; un niño que se quebró la nuca al agarrarse a una papelera que giró sobre él porque alguien olvidó ponerle el seguro€

¿Fumar? Sabe usted que yo no fumo, señor don Julián, ¿cómo voy a fumar yo, señor? La risa estúpida que fuerza Ramírez le hace parecer todavía más insignificante ante los ojos de su superior, que, quizá más tranquilo, una vez pasada la sorpresa inicial, da otros dos pasos al frente y se acomoda en una de las sillas, a escasos tres metros del oficinista. Huele a humo, Ramírez, no me tome por tonto, y a humo de puro, yo diría que de un buen puro, seguramente un habano; ahora se va usted a sentar frente a mí€ En ese momento, el jefe de administración habla como en cámara lenta, cada sílaba es un puñetazo en la mesa, persuasivo y rotundo, y el empleado no puede mirar más que sus labios abriéndose y cerrándose lentamente con un hilillo de nata en las comisuras. Se va a sentar frente a mí y me va a ofrecer una explicación convincente. En la calle, siete pisos más abajo, el rugido de los coches todavía no deja salir al sol.

Vino un hombre. El Heredero intenta sin éxito limpiar el sudor que le empapa la cara y se entrega. Conoce el carácter atrabiliario de don Julián, Y sabe que está perdido. Trece años tirados por un imbornal de cualquier travesía de cualquier polígono en construcción. Qué será de él, medita derrotado sobre la silla giratoria. ¿Un hombre? Sí, anoche, un hombre extraño. ¿Cómo de extraño? Vestía como un militar€ y llevaba una boina con una estrella€ y fumaba, fumaba un puro, así, como mantenido a la izquierda de la boca, con una mirada muy profunda, de esas que parece que te conocen de siempre, como si lo supiera todo€ ¿Un cliente vestido de militar? No, no, señor don Julián, no era un cliente, estaba sentado allí, en la esquina, en el puesto de Antúnez, con las botas sobre la mesa, y el pelo desmadejado, y la barba, todo como si acabara de salir de un zulo, no sé, como sucio, con el filo de las uñas negro como el tóner de la impresora. El jefe de administración procura que su interlocutor no se percate de que el asiento casi se le hace trizas entre sus manos tensas y simula ser afable. A ver, Ramírez, y si no era un cliente, ¿de dónde venía ese extraño hombre? ­-otra vez las sílabas como gotas en una clepsidra-, ¿por dónde entró? No le vi llegar. El empleado se encuentra bajo un foco de luz, como esposado, quiere que acabe todo, confesar, reconocer hasta lo que no ha sido. Dijo, dijo que llegaba de Sierra Maestra, eso está a tres calles de aquí, ¿no?, junto a la rotonda en obras. Llevaba barro en las botas también como del ejército, pero muy viejas, con agujeros, yo sólo veía las suelas cuando hablé con él. No podía mirarle a los ojos. Y esta mañana vine pronto y limpié, limpié la tierra podrida que dejó junto al ordenador de Antúnez.

Julián, el jefe de administración, no resopla, todo el aire va hacia el interior de su pecho, que, de un momento a otro, teme que estalle y llene de mierda hasta la avenida del Ebro, en la otra punta del polígono. Y aguarda, casi se hace sangre en los labios con nata y del asiento empieza a asomar tímidamente una esponja anaranjada. ¿Sabe usted cómo se llamaba ese hombre, Ramírez? Ernesto, eso dijo, Ernesto. El superior resopla mientras el empleado no despega ya la vista del suelo. Ernesto ¿qué más? Ernesto Guevara, señor don Julián. Al superior se le suben todos los rojos del mundo, desde el Ganges hasta los azafranes de Taliouine, desde unos labios, unos tacones o un corazón roto, todo junto en el borde de su cara. ¿Me está usted diciendo que vino aquí, anoche, a esta oficina, el Che Guevara? Ese mismo, señor don Julián, ¿le conoce?, me dijo que le llamara Che, que había confianza€ pero yo le juro que nunca lo había visto en mi vida, se lo juro. Y esta vez Ramírez arquea las cejas hacia su superior, suplicante. Tranquilo, ahora dígame solo, básicamente, de qué hablaron.

El oficinista se retuerce las manos. Lo que daría por estar ya en casa, que fuera de noche, su sopa de fideos, el calor de la colcha de los que fueron sus padres, el dejar caer los párpados con la satisfacción de concluir un día meramente correcto. Pero, señor don Julián, si es que no entendí nada. Y por primera vez en trece años levantó la voz a su superior. Hablaba de cosas extrañas, como si no viviera en este mundo. Ramírez rompe a llorar, y está convencido de que su llanto es tan fuerte que hasta se tambalean los cimientos del edificio. Hablaba de un hombre nuevo, de perseguir la victoria, de que no merece la pena vivir de rodillas. Créame, señor don Julián, es que no entendí nada, debía de ser un loco. Decía que había que extender la guerra, llevarla a todas partes, incendiarlo todo, como en Vietnam€ Ramírez, en este momento, ya no es ni siquiera un empleado, es un dibujo animado, un pingajo retorcido sobre una silla giratoria soltando estertores desesperados. El superior se agota, vislumbra en su interior, muy en el fondo, un atisbo de conmiseración.

No pasa nada, Ramírez, no pasa nada, musita mientras frota las palmas de las manos en la franela de los pantalones. Acaba de levantarse y se dirige hacia la puerta camino de su despacho. No pasa nada. Vuelva al trabajo. Mira al empleado, que se pierde en una imagen empañada por lágrimas, tan frágil. Venga, hombre, quiero a las doce el dossier que le reclamé ayer. El empleado tiembla, una gota de mercurio entre las manos de un niño. Cómo no estar agradecido a Walter & Young, que le permite la vida. Eso sí, Ramírez, cierre ya mismo las ventanas. Don Julián permanece otra vez junto al cristal esmerilado de la entrada. Ponga las sillas en orden. De esto, ni una palabra. Aquí no ha pasado nada. Y cuídese mucho, pero mucho, de que vuelva a entrar algún extraño a la oficina. Y menos, un revolucionario. Al empleado no le sale una sonrisa, de tanta derrota, pero cómo no estar agradecido.