Sé que suena fatal y que es horrible que diga esto justo ahora que Laura no está. Pero es así, Laura era idiota. He tratado de protegerla y ayudarla desde que tengo uso de razón. Ser la hermana mayor conlleva una serie de responsabilidades y ésa es una de ellas. Laura heredaba orgullosa mi ropa, nunca pidió nada, pero eso no significa que no tuviese cualquier cosa que pudiese desear. Laura fue una niña muy mimada, a Laura no le faltó nunca nada, salvo un hervor.

Laura era la abogada de los imposibles, la defensora de las causas perdidas, la rescatadora, la llorona, la pardilla, la niña perdida dentro de un libro y oculta tras un pincel.

Laura elegía las muñecas rotas, los perros cojos, los gatos ciegos y a los gilipollas. No ha tenido en su vida un novio normal. Cuanto más tarado, más le gustaba. No sé de dónde le vino esa vena de salvadora del mundo, pero así era ella. Si había alguien que necesitase salvarse, ella era la tabla a la que debía agarrarse. Yo siempre le decía: «No eres médico, no eres psiquiatra, no tienes capa ni hábito de monja, así a simple vista». Yo siempre he dicho las cosas así, a lo bestia. Mis sobrinos se parten con las burradas de tía Enriqueta. Eso sí, me queda la tranquilidad de que Laura sabía que la quería más que a nada en este mundo y que, esté donde esté, sabrá que sus hijos no pueden quedar en mejores manos.

Ernesto sabe de mi devoción por la niñata, que es como yo la llamaba, cariñosamente. Por esto y porque iba a tener las mismas, no opuso ninguna resistencia cuando le dije que este verano mi hermana y los niños se venían a casa, que eran sus últimos días y no me los quería perder y que Laura no debía saber la verdad, que era innecesario remover nada y que él debería ser sólo Ernesto el del chiringuito.

Hacía cinco años que descubrí, por casualidad, que éramos adoptadas y logré contactar con Ernesto al que privaron de nuestra paternidad por motivos que no vienen al caso. Todo aclarado entre nosotros. Tan aclarado que vivimos juntos desde entonces. A mis padres tampoco quise decirles nada, han sido unos padres excelentes. Eligieron no contarnos de dónde veníamos y no les culpo, sólo puedo estarles agradecida.

Respecto a Ernesto, no ha podido estar más a la altura. Ha ejercido de abuelo y de padre sin título, sin reconocimiento en estos días. Estoy orgullosa de él y me da mucha pena que no vaya a disfrutar a mi Laura, a mi querida niñata.

La enfermedad de Laura, su vida de casada y su muerte son sin duda la prueba más dura a la que me enfrentaré, eso no quita para que siga pensando que Laura era idiota de remate y que no debía haber aguantado lo que aguantó junto al innombrable.

Al padre de mis sobrinos se le veía venir desde el minuto cero. Era un flojo, un egoísta, un cobarde, un huraño, un tío raro, pero que cuanto más le dijera a Laura en su contra, más a su favor se posicionaba ella.

He asistido cabreada e impotente a la transformación de mi hermana. Esta niña tiene talento, le decía la maestra a mis padres. Esta niña llegará lejos. Esta niña es muy inteligente. Esta niña puede hacer lo que se proponga y desgraciadamente, se propuso ser idiota.

El padre de mis sobrinos la fue moldeando. La fue convirtiendo en una proyección de lo que él deseaba. La fue anulando. La fue alejando de nosotros y de ella misma. Nos veía medio a escondidas. Y la muy idiota encontraba excusa para cualquiera de sus conductas.

No pude vencer esa obsesión suya por mantener su familia unida. Pensaba que las cosas eran así y que eso es lo que le había tocado en suerte. Y por supuesto, no pudimos vencer la enfermedad en aquel verano que el abandono del padre de mis sobrinos, el reencuentro de éstos y mi hermana con nuestro padre biológico y los pequeños momentos felices junto a ellos convirtieron en el peor y el mejor verano de mi vida.