La nube, como garra de la tormenta, amenaza con atrapar la Torre de la Catedral. Una foto no es una secuencia. Y no sabemos qué pasará en el siguiente fotograma. Probablemente la garra se deshaga y muestre y demuestre la tenue materia acuosa de que está hecha. Y La Torre vea humidificada su piedra siglos ya al sol procaz de la tierra mediterránea española, feroz por alejada del Atlántico. Así, la amenaza no es sino preludio de caricia. Porque no todo es lo que parece, ni es nada tampoco. ¿Quién sabe qué es lo que es, y qué es lo que parece? Da frío la imagen. O frescor. No sé. Me veo piedra de torre que recibe la humedad, y siento el fresco sentimiento que toda sensorialidad conlleva. Caricia que es beso, a la vez. Manos que besan y labios que acarician. La sinestesias esperan escondidas y no las inventa el cronista. Están ahí. Como están ahí, las secuencias de los sucesos posteriores: la garra de aguanube que no abrazó a la torre. Se abate sobre la plaza episcopal, encharcando el suelo en un ajedrez de secos y mojados, donde, reconstruida, se refleja la Torre, ya besada. Y satisfecha.